Resulta raro hablar de Stefan Zweig en nuestros días. Como en otros autores, el tiempo ha operado en su contra y su fama se ha ido diluyendo con los años. Nuestros gustos se han ido separando de las modas dominantes de los años treinta y de las formas de escritura de entonces. Si echamos un vistazo a sus voluminosos ensayos, su prosa en el campo de las biografías cuenta con demasiados adjetivos, excesivas admiraciones, y encierra una subjetividad que exaspera al lector académico de nuestros días. Es cierto que ese tono en la escritura, demasiado grandilocuente y dramático es una constante en otros muchos escritores de la época (basta mirar en nuestro país la escritura de Unamuno o de Ortega) y hoy los ensayistas juegan con otros recursos literarios para engatusar al lector.
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La tesis de la obra es relativamente sencilla: Erasmo, tolerante, prudente, siempre equidistante a los poderes fácticos e independiente frente a ellos, es símbolo del humanismo nórdico más refinado y espiritual. Defensor de ideales pacifistas, consejero de príncipes e incansable escritor, sobre su figura se construye la primera generación de intelectuales verdaderamente europeístas y si no laicos, al menos ajenos al poder eclesial. Sin embargo el sueño europeo se desvanece en pocos años. El protestantismo alemán enciende la mecha de una tormenta religiosa y política que desgarrará Europa por más de un siglo. Una tormenta que él mismo, de manera frívola e inconsciente, había azuzado con su pluma desde el Elogio de la Locura (1509). Ahora, con la ruptura protestante, Erasmo se convierte en un potencial aliado o enemigo para los dos mundos enfrentados. El deseo de permanecer independiente le convertirá, en muy pocos años, en un ser casi olvidado y despreciado. Cuando llegue el enfrentamiento con Lutero, su neutralidad será tan grave que Lutero no dudará en convertirlo en el primer enemigo del cisma religioso, más incluso que los católicos más recalcitrantes. El mundo católico le devolverá con la misma moneda condenando uno tras otro sus libros y destruyendo todo su legado precisamente bajo la acusación de ambigüedad.
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Resulta difícil no trasladar ese espíritu pesimista a la propia vida de Zweig. Justo en el año que publica la obra, el canciller Dölfuss muere asesinado en Austria y deja la puerta abierta a la anexión nazi. Dos años después, la obra de Stefan Zweig es prohibida en Alemania, junto a la de otros autores como Zola, London o los hermanos Mann. Son demasiados paralelismos con el humanista holandés como para no presentir un negro presagio sobre el destino de Europa. Condenado a emigrar para evitar la marea totalitaria, su fin es el de la desesperación: se quita la vida junto a su mujer en Petrópolis en 1942, en una geografía lejana a su vieja Europa, y con la total certeza de que el final está próximo y que el Tercer Reich se hará con el control del mundo entero. Su suicidio no sería el único y la desesperación estaba realmente presente en el corazón de muchos intelectuales de aquella época. Unos se plegarán a él como última salida y otros lucharán de una manera o de otra contra él. La fuerza del "síndrome Zweig" está presente en el hecho que Camus dijera que el suicidio es la única pregunta filosófica realmente importante que debe hacerse el ser humano, o que Viktor Frank buscara la voluntad de encontrar sentido a la vida como única terapia contra la desesperación en los campos de concentración. La muerte de Primo Levi, décadas después, es quizás la última víctima de la misma desesperación que acorraló a Stephan Zweig.
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A todo lo que hemos dicho, se nos ocurre una conclusión básica: no ha existido nunca la plenitud del humanismo. En el momento mismo que nace, está en peligro de muerte. No es una variación genética que se hereda a nuestros descendientes y queda protegido contra cualquier ataque. Tiendo a pensar que ni siquiera es una situación que nosotros decidimos por nosotros mismos, sino que depende de inercias históricas mejores o peores. El humanismo siempre ha estado en decadencia. Siempre ha sido una idea amenazada por la barbarie. Después de Boecio como el primer hombre consciente de la decadencia de una época y que hace lo posible por salvar los restos de una civilización que está cayendo en pedazos, se levantarán muchos más. El humanismo siempre estará en un estado de constante muerte acaecida por distintos agentes: los bárbaros, el fundamentalismo religioso, el totalitarismo del siglo XX, la cultura científico-técnica o el mercado global. Las etiquetas pueden variar mucho, desde un "fascismo" o "totalitarismo" hasta el "neoliberalismo" o la "segunda modernidad". Podemos achacarlo a un conjunto de personas conscientes de sus intenciones o a la totalidad de un sistema que ha dejado de funcionar: en cualquier caso, esto convierte la obra de la que hablamos en un espejo oscuro, en el que no solo Zweig aparece reflejado en el destino de Erasmo, sino nosotros también en el de Zweig. Y esto es lo que hace su biografía, a pesar de las modas, atractiva para nuestro momento actual.
Y sin embargo, el tema central por el que transcurre su obra -la decadencia de la vieja Europa humanística- cuenta con una actualidad que no podemos evitar sacar a colación. Cierto es que no fue el único. En el momento que escribe Stefan Zweig, otros muchos autores incidían en la degeneración y decadencia de Europa y desde multitud de perspectivas: desde la lucidez de Keynes en la firma del tratado de Versalles hasta las locuras organicistas de Spengler o la condena sin paliativos de Husserl a la ciencia, el tema se convertía en obsesión para los principales intelectuales europeos del momento, y muy especialmente para los ilustrados hijos de la burguesía judía centroeuropea, a la que a regañadientes pertenece Stefan Zweig.
El libro en el que quiero incidir no ocupa el lugar más destacado en la bibliografía del escritor: su obra de Erasmo de Rotterdam empalidecía frente al éxito de biografías de María Antonieta o de Fouché. Y sin embargo, en la biografía del humanista vemos una tensión vital que se corresponde con el mismo momento en el que escribe Stefan Zweig. La intencionalidad del austríaco es bien clara: la muerte de Erasmo es la muerte de la tolerancia europea y el triunfo del fanatismo protestante, en un paralelismo terrible con el marasmo en el que se vive en Europa en 1934, año de la publicación de la obra. *
La tesis de la obra es relativamente sencilla: Erasmo, tolerante, prudente, siempre equidistante a los poderes fácticos e independiente frente a ellos, es símbolo del humanismo nórdico más refinado y espiritual. Defensor de ideales pacifistas, consejero de príncipes e incansable escritor, sobre su figura se construye la primera generación de intelectuales verdaderamente europeístas y si no laicos, al menos ajenos al poder eclesial. Sin embargo el sueño europeo se desvanece en pocos años. El protestantismo alemán enciende la mecha de una tormenta religiosa y política que desgarrará Europa por más de un siglo. Una tormenta que él mismo, de manera frívola e inconsciente, había azuzado con su pluma desde el Elogio de la Locura (1509). Ahora, con la ruptura protestante, Erasmo se convierte en un potencial aliado o enemigo para los dos mundos enfrentados. El deseo de permanecer independiente le convertirá, en muy pocos años, en un ser casi olvidado y despreciado. Cuando llegue el enfrentamiento con Lutero, su neutralidad será tan grave que Lutero no dudará en convertirlo en el primer enemigo del cisma religioso, más incluso que los católicos más recalcitrantes. El mundo católico le devolverá con la misma moneda condenando uno tras otro sus libros y destruyendo todo su legado precisamente bajo la acusación de ambigüedad.
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No está en la intención de Stephan Zweig proponer una interpretación renovada de Erasmo. Más bien, lo que desea dejar claro el autor es el paralelismo evidente entre aquel lejano siglo XVI y las contradiciones de Entreguerras. La tensión entre un espíritu civilizador frente a la barbarie y el fanatismo queda expresado en el enfrentamiento entre Erasmo y Lutero: da la sensación que Zweig usa a sus personajes históricos para ilustrar la propia esquizofrenia que sufre Europa en los años veinte y treinta. La ambientación de estos personajes históricos guarda paralelismos estrechos con la ficción que aparece en otra cima literaria de aquella época, La Montaña Mágica de Thomas Mann, en torno a dos personajes principales, el ilustrado Setembrini y el oscuro Naphta. Pero si en la confrontación de la novela el combate queda en tablas, en los años treinta está claro que las fuerzas de la barbarie están ganando la partida.
En aquellos tiempos de crisis y en los nuestros, nos dice Stefan Zweig, la neutralidad y el espíritu crítico se vuelve el peor de los crímenes cometibles. La neutralidad puede encerrar la desafección a un bando, aunque no se atreva a proclamar sus ideas. En la medida que es un enemigo potencial, debe ser eliminado. Desde Tucídides hasta Zweig, el permanecer ajeno a la corriente de la historia es arriesgado y acabas siendo sepultado bajo la tormenta. Lutero y el papado veían así a sus contendientes, y no resulta muy ajeno a la visión qie daba el III Reich en los tiempos de Zweig. Quedar arrinconado y olvidado: ese fue el precio a pagar por Erasmo, y no fue demasiado alto comparado con el del austríaco. Resulta difícil no trasladar ese espíritu pesimista a la propia vida de Zweig. Justo en el año que publica la obra, el canciller Dölfuss muere asesinado en Austria y deja la puerta abierta a la anexión nazi. Dos años después, la obra de Stefan Zweig es prohibida en Alemania, junto a la de otros autores como Zola, London o los hermanos Mann. Son demasiados paralelismos con el humanista holandés como para no presentir un negro presagio sobre el destino de Europa. Condenado a emigrar para evitar la marea totalitaria, su fin es el de la desesperación: se quita la vida junto a su mujer en Petrópolis en 1942, en una geografía lejana a su vieja Europa, y con la total certeza de que el final está próximo y que el Tercer Reich se hará con el control del mundo entero. Su suicidio no sería el único y la desesperación estaba realmente presente en el corazón de muchos intelectuales de aquella época. Unos se plegarán a él como última salida y otros lucharán de una manera o de otra contra él. La fuerza del "síndrome Zweig" está presente en el hecho que Camus dijera que el suicidio es la única pregunta filosófica realmente importante que debe hacerse el ser humano, o que Viktor Frank buscara la voluntad de encontrar sentido a la vida como única terapia contra la desesperación en los campos de concentración. La muerte de Primo Levi, décadas después, es quizás la última víctima de la misma desesperación que acorraló a Stephan Zweig.
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A todo lo que hemos dicho, se nos ocurre una conclusión básica: no ha existido nunca la plenitud del humanismo. En el momento mismo que nace, está en peligro de muerte. No es una variación genética que se hereda a nuestros descendientes y queda protegido contra cualquier ataque. Tiendo a pensar que ni siquiera es una situación que nosotros decidimos por nosotros mismos, sino que depende de inercias históricas mejores o peores. El humanismo siempre ha estado en decadencia. Siempre ha sido una idea amenazada por la barbarie. Después de Boecio como el primer hombre consciente de la decadencia de una época y que hace lo posible por salvar los restos de una civilización que está cayendo en pedazos, se levantarán muchos más. El humanismo siempre estará en un estado de constante muerte acaecida por distintos agentes: los bárbaros, el fundamentalismo religioso, el totalitarismo del siglo XX, la cultura científico-técnica o el mercado global. Las etiquetas pueden variar mucho, desde un "fascismo" o "totalitarismo" hasta el "neoliberalismo" o la "segunda modernidad". Podemos achacarlo a un conjunto de personas conscientes de sus intenciones o a la totalidad de un sistema que ha dejado de funcionar: en cualquier caso, esto convierte la obra de la que hablamos en un espejo oscuro, en el que no solo Zweig aparece reflejado en el destino de Erasmo, sino nosotros también en el de Zweig. Y esto es lo que hace su biografía, a pesar de las modas, atractiva para nuestro momento actual.
Un excelente artículo, pero tampoco debemos olvidar que la muerte de Zweig también es responsabilidad de parte la "neutral" sociedad alemana que dejó la vía libre para el ascenso político del nazismo.
ResponderEliminarYa lo dijo Brecht mientras no venían a por mi no pasaba nada y luego ya era demasiado tarde.
Muy buen artículo tanto en la forma como en el contenido. Coincido totalmente con la conclusión: el humanismo tiene que estar siempre activo y vigilante contra el fanatismo, no puede dormir nunca porque siempre existe el riesgo de levantarse por la mañana y no ver ya ni a Erasmo ni a More ni a Vives entre los referentes del mundo actual. Ellos son los maestros de la tolerancia que, junto a los de la sospecha, son la esencia de lo que Europa ha podido entregar al mundo que pueda llamarse de verdad constructivo.
ResponderEliminarquerido angel...
ResponderEliminarGracias por los comentarios, lamento no haber podido responder antes. Y sí, creo que todos somos conscientes de la crisis permanente del humanismo, pero tampoco sabemos muy bien cómo resolverla... Supongo que tendrá que ser así siempre.
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