Habitualmente no acostumbro a leer ensayos de lo que antiguamente se llamaba la economía política. Pero algunos resultan casi un deber moral ojearlos y tener una visión alternativa de lo que sucede a nuestro alrededor. Así me sucedió con el Manifiesto de economistas aterrados y con el libro que ahora ha caído en mis manos en la última feria del libro, Hay alternativas. Este ensayo divulgativo de Vicenc Navarro, Juan Torres López y Alberto Garzón propone una reinterpretación de la crisis económica y cómo su verdadera naturaleza ha sido rápidamente tergiversada por determinados intereses económicos y políticos: una crisis del capitalismo global se ha reconvertido desde el 2010 en una crisis de los estados nacionales y de su credibilidad financiera, y con ello, un ataque directo a los derechos más básicos adquiridos en el Estado del Bienestar.
La crisis, a nivel global y nacional. Empieza el libro con una explicación de la crisis a nivel mundial para después centrarse en las particularidades españolas. El origen es ya lejano en el tiempo, como no podía ser de otro modo, a partir del giro conservador de los años ochenta hacia un capitalismo desregulado. Desde entonces, el sector financiero cobra una independencia absoluta frente a todo mecanismo de control político hasta el punto que es la economía especulativa y virtual la que se queda con buena parte de los recursos económicos disponibles, mientras la economía productiva encontraba una financiación mucho más escasa. Esto provocó en las últimas décadas la evidencia de que la progresión de las rentas del capital superaban con creces a las rentas originadas del trabajo y estas últimas perdían peso absoluto en el cómputo económico global de muchos países desarrollados, incluidos el nuestro. La situación tenía como contrapartida una economía política basada en la manipulación de la escasez, obsesionada por el control de la inflación, la moderación salarial y la contención del gasto: una situación acorde a las demandas del sistema financiero, deseosas de estabilidad macroeconómica por un lado y provocando por otro circunstancias que permitieran maniobras especulativas altamente lucrativas para un pequeño número de inversores multimillonarios, aún a costa del bienestar general. Mientras la burbuja financiera se mantuvo, fluyó el crédito a la economía real, con tipos de interés bajos y con la idea de que la situación paradisíaca se mantendría eternamente. Sin embargo, la ausencia total de controles volcó el negocio especulativo hacia riesgos que hoy en día nos parecen propios de dementes. Y sucedió.
Pero la crisis no es puramente sistémica. Ha sido provocada, tanto en su origen –desde el inicio de la desregulación y cuando el sistema financiero tomó las riendas de la economía- como en sus consecuencias –cuando el sistema financiero ha volcado las culpas hacia la mala gestión de los estados nacionales y ha provocado su endeudamiento-. Es decir, existen culpables y responsables de nuestra penosa situación, y estos son los que hoy en día siguen perpetuando la crisis y sacando tajada del mercado, como puede ser a través de la especulación de la deuda pública. El sistema financiero y más concretamente los corredores de hedge funds y los inversores de deuda pública –que el libro sitúa directamente en más de un 80% en la City londinense- actúan como verdaderos tiburones contra la economía real de países enteros todavía hoy, cinco años después de la caída de Lehman Brothers.
La situación española no hace otra cosa que empeorar la situación. A los problemas financieros se añade un sistema productivo completamente agotado, sin visos de renovación. Aquí se incide curiosamente en la herencia recibida tardofranquista: una élite de 1400 personas controlan el 80,5% de los recursos del PIB español. La democracia no llegó a cuestionar nunca los privilegios de esa élite empresarial que ha venido guiando económicamente el país, anteponiendo sus intereses a los del conjunto de la población. El tejido empresarial es débil y a partir de los noventa se centró en un sistema productivo con activos de muy escaso valor añadido, como pudo ser todo el sector del ladrillo. Por otro lado, el sistema impositivo español es directamente muy poco solidario si lo comparamos con nuestros países vecinos. Si los niveles del IRPF están ya igualados –o incluso superan- al resto de los países de nuestro entorno, el trato fiscal privilegiado para las rentas más altas –eliminación de impuestos de patrimonio, escasa fiscalidad para las rentas de capital, facilidad para la evasión fiscal etc…-. En consecuencia, el coste fiscal de la crisis recae sobre las clases medias, con su paulatino empobrecimiento y el negativo impacto subsiguiente a la marcha global de la economía nacional.
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La alternativa posible…
Para enfrentar esta situación el libro acude a un sentido común innegable. Aunque puedan aparecer muchas medidas –al final se exponen nada menos que 115 para cambiar el estado actual de las cosas- aquí destacamos los ejes de su acción.
En primer lugar, la necesidad de una regulación firme del sistema financiero, que no se resigne a poner parches, sino que exija el máximo control y cambie las reglas del juego. De nada le vale al estado absorber toda la deuda bancaria basada en sus excesos especulativos, si no obliga a una normativa nueva que evite caer en esas contradicciones. Los vaivenes del sistema financiero desde la crisis consiste precisamente en eso: la falta de voluntad política para poner fin a los movimientos especulativos de capital, el escaso control sobre los fondos de inversión, y la persistencia de los paraísos fiscales, donde acaban buena parte de los beneficios obtenidos por bancos y particulares de esta inestabilidad financiera.
En segundo lugar, una reorientación macroeconómica tendente a estimular la demanda. Frente al suicidio que supone centrar la recuperación económica únicamente en algunos factores de la curva de la oferta (bajos salarios, flexibilidad laboral y recortes del gasto estatal), es evidente que hay que retornar a la demanda para una reactivación real de la economía. De nada nos vale recortar nuestros gastos para ser más eficientes o competitivos si después no nos queda nada para consumir lo que hemos producido.
Por último, la necesidad de un cambio radical en el sistema productivo que permita un crecimiento sostenible y un incremento de nuestra competitividad. Actualmente nuestros problemas de competitividad solo encuentran en España solución con la flexibilidad laboral y la pérdida de salarios (España fue el único país de la OCDE cuyos salarios reales disminuyeron entre 1995 y 2005; no hablamos ya de lo que ha venido después) mientras que otras medidas son literalmente marginadas o han perdido hueco en la agenda política (aumentar la productividad a partir de I+D+i y no a partir de una mera rebaja del coste laboral). La imposición de estas políticas nos abocan cada vez más a un verdadero estancamiento económico a largo plazo. Esta evidente falta de imaginación, nuevamente, es propiciada por una parte por una nefasta inercia ideológica neoliberal –según los autores- y por el hecho –este real- de que los mejores activos de la economía española han sido privatizados y pertenecen a compañías transnacionales que tienen escaso interés en convertir España en un país con un capital humano cualificado y especializado en la sociedad del conocimiento.
Y sus críticas…
Sin embargo, nos atrevemos a formular algunas críticas a esta alternativa atractiva. No tanto a su posición global, sino en lo referente al análisis de nuestro país. En primer lugar, podríamos mencionar algunas omisiones que sin llegar a ser críticas en la posición defendida, al menos permitirían ciertas observaciones. Se pasa por encima cuestiones políticas muy relevantes para la economía española, como puede ser la administración autonómica y sus posibles ineficiencias, -como pueden ser la duplicidad de organismos públicos, la gestión errónea de los recursos disponibles poniendo objetivos políticos más que económicos, costosas luchas políticas derivadas del enfrentamiento entre la administración política autonómica frente a la central-, por no hablar del problema no resuelto del nacionalismo.
En segundo lugar, el hecho de centrarse en los factores de la demanda para ofrecer un nuevo ciclo de crecimiento no está exento de riesgos. Un mero incremento de la demanda puede traducirse por ejemplo, en un recrudecimiento de nuestro déficit comercial con el resto del mundo (resulta curioso que ese déficit comercial se haya corregido precisamente por motivo de la crisis). Si bien una política de estímulo de la demanda es necesaria coyunturalmente como forma de evitar lo peor de la crisis, no hay que negar que estas políticas abren abismos de deuda si con ese mismo estímulo no realizamos las reformas necesarias para cambiar nuestro sistema productivo: cosa que por otro lado, y como los mismos autores reconocen, es extremadamente difíciles en las condiciones económicas actuales.
Por otro lado, resulta paradójico hablar tanto de esos estímulos económicos, cuando los mismos autores reconocen que nos encontramos ante el reto de alcanzar un sistema productivo sostenible a largo plazo que implícitamente obligarán a nuevas formas de consumo. No solo el incremento de la demanda traerá tensiones inflacionarias importantes sobre los mercados de las materias primas -apenas aparece esto citado-, el problema es que a medio plazo es que estas soluciones pueden suponer la propia inviabilidad del sistema económico en sí.
En conclusión… La situación es extremadamente difícil, pero ni es intocable ni meramente sistémica. Sus responsables tienen nombres de entidades financieras (agencias de calificación y especuladores de la deuda, entre otros), partidos políticos conservadores independientemente de sus siglas (obsesionados con el adelgazamiento del estado), think tanks liberales y medios de comunicación bien conocidos que han tenido –hasta ahora- considerable éxito en desviar la culpa de la crisis hacia el sector estatal, los sindicatos y cualquier organismo regulador de la economía. Al menos una salida más solidaria y menos restrictiva para el bienestar general de la sociedad no solo es posible, sino que se hace cada vez más necesaria para la pervivencia cultural de nuestro continente, tal y como lo conocemos hoy.