Seguimos con el tema expresado en el anterior post, pero dándole la vuelta. Vivimos una cultura upload. Todo tipo de material audiovisual, escrituras, creaciones artísticas y productos informáticos se cuelga continuamente en la red con muy diferentes propósitos con cada minuto que pasa. Y aunque el total de los que añaden material a la red es tan solo un 5% de aquellos que la consumen, basta ese porcentaje para que el material existente sea una auténtica biblioteca de Babel, como la que expresaba Borges en sus relatos.
El deseo de reconocimiento.
Al mismo tiempo que existe el deseo de poseer, también existe el deseo de ser reconocido. En el mundo estereotipado anterior a la web (y también la televisión digital), la posibilidad del reconocimiento estaba destinada a unos pocos elegidos, que nuevamente, se aupaban al éxito a veces por méritos propios pero también otras muchas bajo el diseño de campañas publicitarias preprogramadas. Una gran cantidad de gente, valiosa o simplemente deseosa de gozar de la fama, quedaba fuera de las redes culturales tradicionales, y no hay duda que multitud de producciones literarias y creaciones artísticas han quedado olvidadas para siempre por el elitismo de los medios culturales tradicionales. Internet ha supuesto para toda esta gente un lugar donde hacerse oír y llegar a comunidades más amplias de las que nunca pudo soñar.
La cultura tradicional no ha reaccionado bien ante el intrusismo que representa Internet. Un ejemplo airado de esa reacción de la cultura tradicional fue un patético artículo de Julián Marías hace cuatro lejanos años. Este autor aseguraba que la calidad de los blogs era ínfima y tildaba de inútiles todos esos intentos de encontrar reconocimiento a través de la web valiéndose tan solo del insulto y la descalificación. Pero cuatro años son una eternidad en Internet: hay blogs sumamente brillantes desde todos los campos del conocimiento, puestos en la red por gente anónima y sin embargo, válida.
Ciertamente, la red ha supuesto un estímulo de la creatividad desconocido, no siempre de buen gusto y de calidad. El deseo de reconocimiento se ha impuesto de sobremanera a la originalidad y la calidad. Los creadores se someten a las demandas de los consumidores y se venden al éxito goloso, ahora democratizado: los quince minutos de fama que decía Andy Warhol que pertenecían a todo humano por derecho propio se convierten en una esperanza hecha realidad para muchos a través de la red. Cientos de personas anónimas se han hecho famosos gracias a sus vídeos virales de Youtube. La red está saturada de vídeos realizados por adolescentes que sueñan con recoger un buen gag que cause sensación en la red.
Todo esto no lo mueven los sentimientos tradicionales; no es amistad ni es contacto personal, porque eso implica una reciprocidad que pocas veces nos interesa en la web. Es mera satisfacción egocéntrica, un nuevo tipo de alienación o incluso una sublimación de frustraciones personales en el mundo real: ser reconocido por una comunidad invisible de incondicionales, que deciden depositar sobre nosotros su mirada, pueden levantar nuestra estima o hacernos olvidar que somos unos fracasados fuera de la red. Esta vanidad nos hace vigilar compulsivamente el número de amigos en nuestras páginas personales de Facebook o Twitter, las reproducciones de un vídeo en Youtube o los seguidores de un blog o el número de visitas de nuestra página web.
La cultura tradicional no ha reaccionado bien ante el intrusismo que representa Internet. Un ejemplo airado de esa reacción de la cultura tradicional fue un patético artículo de Julián Marías hace cuatro lejanos años. Este autor aseguraba que la calidad de los blogs era ínfima y tildaba de inútiles todos esos intentos de encontrar reconocimiento a través de la web valiéndose tan solo del insulto y la descalificación. Pero cuatro años son una eternidad en Internet: hay blogs sumamente brillantes desde todos los campos del conocimiento, puestos en la red por gente anónima y sin embargo, válida.
Ciertamente, la red ha supuesto un estímulo de la creatividad desconocido, no siempre de buen gusto y de calidad. El deseo de reconocimiento se ha impuesto de sobremanera a la originalidad y la calidad. Los creadores se someten a las demandas de los consumidores y se venden al éxito goloso, ahora democratizado: los quince minutos de fama que decía Andy Warhol que pertenecían a todo humano por derecho propio se convierten en una esperanza hecha realidad para muchos a través de la red. Cientos de personas anónimas se han hecho famosos gracias a sus vídeos virales de Youtube. La red está saturada de vídeos realizados por adolescentes que sueñan con recoger un buen gag que cause sensación en la red.
Todo esto no lo mueven los sentimientos tradicionales; no es amistad ni es contacto personal, porque eso implica una reciprocidad que pocas veces nos interesa en la web. Es mera satisfacción egocéntrica, un nuevo tipo de alienación o incluso una sublimación de frustraciones personales en el mundo real: ser reconocido por una comunidad invisible de incondicionales, que deciden depositar sobre nosotros su mirada, pueden levantar nuestra estima o hacernos olvidar que somos unos fracasados fuera de la red. Esta vanidad nos hace vigilar compulsivamente el número de amigos en nuestras páginas personales de Facebook o Twitter, las reproducciones de un vídeo en Youtube o los seguidores de un blog o el número de visitas de nuestra página web.
La ilusión de la creatividad. Este deseo de reconocimiento nos estimula enormemente para vertir nuestra originalidad en la web, sentirnos útiles. Pero esta es una impresión relativamente falsa, puesto que apenas existe originalidad individual en la red, sino una repetición masiva de mensajes culturales, o autorreplicación de memes, como sugieren los biólogos evolucionistas metidos a cibernautas. Por poner un ejemplo cercano a nuestro campo: un blog de crítica social puede hablar originariamente sobre un tema determinado o incluso inventarlo, pero como no está en la lista de búsquedas preferidas de Google o en el tema de actualidad movido por la red, pasará desapercibido. Lo más sencillo será hablar de un tema actual, repetir parte de los contenidos más buscados en la red, y de esta forma hacer de nuestro post un nuevo meme, que aunque presente alguna variación peculiar sobre el tema no será más que una repetición singular de lo ya expresado en otra parte, y que al mismo tiempo servirá de modelo para nuevas réplicas. Uno de los vídeos virales más famosos de la red, Mr. Trololó (que el G.P. utilizaba para dormir a su hijo cuando era un recién nacido), ha sido reproducido cientos de millones de veces y al mismo tiempo, sus sucedáneos y mutaciones se han hecho innumerables.
Pero ni siquiera esto es lo más importante. Imaginemos que mi mente genial ha inventado el nombre de “cultura upload”. ¿Cuántos post aparecerán en Internet con este mismo tema? Por lo pronto, 2470 páginas de Internet tienen un lema igual al título del post solo con el título en español o portugués. Incluso un blog brasileño lleva ese título como encabezamiento y propone un manifiesto de cultura upload: Somos de uma nova geração. Uma geração que não é mais mera receptora. Uma geração que é produtora e que sabe se fazer ouvida! Somos a geração UPLOAD! Nós somos o conteúdo. E usamos do infinito espaço da internet para mostrarmos quem somos, o que somos, o que fazemos e o que sabemos. Esse é o nosso manifesto! Aqui é o nosso espaço! Try it!
En conclusión... la creatividad es más que una realidad, una ilusión. Estamos lo más próximo de esa biblioteca borgiana, donde los productos culturales se repiten incansablemente a sí mismos con la variación de una mera letra. La replicación y la mente colectiva que construye Internet lo pueden todo. Y no obstante, la ilusión seguirá ahí, por la sencilla razón que nuestras mentes individuales son ya incapaces de controlar por completo los contenidos de la red, de visualizar todo aquello que puede ser similar a nuestra propia creación. En la práctica, la creatividad seguirá en manos de unos pocos. La inmensa mayoría tan solo podremos ser potenciadores o detractores de tendencias o memes, de forma consciente o no, lo cual tampoco es poco. Al menos la democracia, con todos sus inconvenientes, funciona en la red.
Mi vídeo viral favorito, Mr. Trololó. La historia es extraña: un vídeo musical de Eduard Khil, de1976, sinónimo de una URSS complaciente de la época de Brevnev, revive 35 años después en el contexto de la globalización y Youtube.
Una réplica a Mr. Trololó: conversación del Hitler de El Hundimiento con el señor Trololó
para intentar ganar la guerra. Postmodernidad internáutica y broma simpática.
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