El señor Wert tiene el don de sembrar polémicas en cada intervención pública en la que participa. La última de todas, su rechazo a la decisión del Tribunal supremo de eliminar la financiación de centros educativos segregados en Cantabria y Andalucía. El espíritu de la LOE va en contra de un concierto público con estos centros educativos pero el ministro no ha dudado en afirmar que modificará la ley con tal de blindar la financiación estatal de estos centros.
Para alguien como el que escribe, que ha vivido la segregación educativa en sus años de infancia y que tiene que hablar en clase repetidas veces de derechos humanos e igualdad de género, la sola idea de financiar públicamente ese modelo le infunde una profunda desconfianza. Resulta sospechoso que quienes defienden la excelencia educativa de esta segregación compartan ideales religiosos y políticos ultraconservadores (Opus Dei, por ejemplo), y con intenciones que indirectamente pueden acabar siendo otras y no la calidad de enseñanza (el mantenimiento de estereotipos de género arcaicos, el temor al libertinaje sexual entre los adolescentes y otros cuantos tópicos al uso). No vale la comparación con colegios segregados de estados del sur de EEUU o Inglaterra. Sus buenos resultados académicos están más relacionados por tratarse de colegios de élites sociales que por su carácter sexual. Pero tampoco conviene armarse de prejuicios ideológicos opuestos. La segregación por sexos no es monopolio de los modelos tradicionales y autoritarios como el franquismo y cuenta con defensores en otros países occidentales que están muy lejos de espectro ideológico conservador.
Nada que ver, por poner algunos ejemplos, con las experiencias que se han hecho en los últimos años en países europeos y EEUU, mantenidos por lo general por idearios políticos laicos y progresistas. En los casos americanos, se trataban de discriminaciones positivas que pretendían defender minorías con problemas de integración (mujeres amenazadas en barrios marginales, chicos negros en la periferia de Chicago con un elevadísimo nivel de fracaso escolar).
Un segundo conjunto de experiencias segregacionistas tienen una base científica pretendidamente objetiva. Los estudios de la última década basados en la neurociencia y la psicología del desarrollo, esgrimen importantes diferencias del desarrollo cognitivo y emocional entre chicos y chicas en determinadas edades (7 a 15 años). Como es bien sabido, las áreas de inteligencia lógico-matemática son campos donde brillan los chicos, mientras que aquellas vinculadas con el lenguaje son dominadas claramente por el sexo femenino, de acuerdo -hablando en general- con un desarrollo distinto de los hemisferios cerebrales dependiendo del sexo. Igualmente, el desarrollo emocional es mucho más rápido en ellas, mientras que los chicos tardan más en salir de la infancia. Por último a nivel social, durante muchos años de la infancia los grupos de iguales son personas del mismo sexo. Esto provoca desniveles de enseñanza que se traducen en fracasos escolares y en una tendencia a que los estudios técnicos estén copados por el sexo masculino en detrimento del femenino.
Sobre las primeras experiencias, tenemos que decir que se tratan de intervenciones puntuales, y no generalizadas. Como toda discriminación positiva, de carácter multicultural, esta debe ser entendida en su contexto específico y no se puede generalizar ni en el tiempo (indefinidamente) ni en el espacio (en otros espacios culturales o sociales). Respecto al segundo argumento, mucho más polémico y novedoso, sus defensores hablan de estas diferencias biológicas como si se trataran del único elemento crucial para explicar el éxito académico, cuando el informe PISA -por ejemplo- no le concede una excesiva importancia y sí recalca el entorno familiar, las diferencias de clase o status social. En definitiva, los defensores de la neurociencia actúan como miembros de una ideología intelectual que está de moda en el ámbito educativo y que ejerce su dominio sobre otros acercamientos. Bajo un aparente status cientifico, se vuelven reducionistas y sesgados al hablar de educación. Se olvidan de buena parte de la psicología y otras ramas de las ciencias sociales que hablan de muchas virtudes y ventajas que se pierden precisamente bajo esa segregación por sexos. Tolerancia, respeto a la diferencia, convivencia, sensibilidad, experiencias recíprocamente enriquecedoras, trabajo en equipo y la propia curiosidad de los niños y jóvenes incentiva poderosamente a mantener esa igualdad de trato entre hombres y mujeres. Si ya hablamos de materias como ética o filosofía, el segregacionismo va contra el espíritu más profundo de la asignatura. Más aún, el contexto social en el que se van a mover los alumnos en un futuro no es un horizonte segregacionista sino todo lo contrario. Todo esto nos parecen razones convincentes para no desear un regreso al segregacionismo a gran escala. A lo sumo, las intervenciones segregacionistas deberían ser puntuales, en determinadas asignaturas y cursos y dependiendo siempre del perfil del alumnado, donde esas diferencias biológicas sí pueden dar lugar a desequilibrios en el aula, como efectivamente ocurren en cursos problemáticos de la ESO, pero nunca podrían cubrir más de la mitad del horario lectivo total. Pero de afirmar esto a defender la segregación dista una forma entera de ver la educación y sus objetivos finales.
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