Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

martes, 23 de febrero de 2021

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 Como cada año, los narcisos pálidos vuelven a brotar puntuales como cada mes de febrero en la cima de la Sierrilla. Pero este año lo hacían sobre un siniestro fondo negro: el fuego ha asolado en los últimos veranos las laderas de la sierrilla varias veces. ahora las flores pendulares de los narcisos ponen surrealistas pinceladas amarillas entre los esqueletos de los arbustos quemados y la ceniza. Tenía la enorme suerte de disfrutar de un paseo por la sierrilla con Fidel; antiguo alumno, hoy universitario, es la prueba de que estos niños crecen que es una barbaridad y superan a la vieja generación de inmediato. Después de unas instructivas referencias sobre el aceleracionismo que me daba mi ex-alumno, Fidel me preguntaba cuál era el mayor pecado que habían cometido las humanidades en los últimos tiempos.  Indudablemente, contesté, era la falta del conocimiento del lenguaje natural de las ciencias. Esa fue sin duda la carencia que más sentí en mi formación. Sin las matemáticas, nuestro acercamiento al mundo es inevitablemente cojo; funciona solo con las metáforas imperfectas que los científicos ofrecen del mismo. sin ellas, nuestro discurso peca de subjetivo, refugiado en el historicismo o el análisis filológico, y acaba siendo superfluo y solipsista para una parte importante de la sociedad. Pero sobre las ciencias, el pecado es aún peor: los científicos tienen mucho cerebro sin ningún corazón, sentimiento ni emoción. No hay percepción de belleza, no hay admiración hacia el mundo, ni curiosidad  ni altruísmo en la mirada de la inmensa mayoría de los que estudian ciencias en nuestro país. Y lo peor es que esto lleva denunciado desde los tiempos de Ortega, Husserl, Steiner y otros muchos académicos: el "mundo de la vida" abandonó el espíritu de los científicos hace siglos, cosificó el mundo y al ser humano con él; redujo todo conocimiento científico a mera técnica. Y no se puede hacer un gran país de auténticos científicos, si como en la cima de la Sierrilla, se ha calcinado la admiración, la curiosidad, el altruismo y la belleza. Los narcisos siguen emergiendo cada año en los campos mediterráneos, incluso superponiéndose a las hogueras del verano. Pero ¿cuánta gente se detiene a contemplar la sobrenatural, casi mítica floración de narcisos que sucede cada final de invierno, y cuyo ciclo es manifestación del orden cósmico más profundo y palpitante de nuestra civilización desde el Neolítico?

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