La entiendo. Está asustada y ha cerrado la tienda. Es domingo, y no hay un alma por la calle, excepto aquellos que no tienen casa, naturalmente. Dónde quieren que estén si no. En ese momento recuerdo la serie que ha regalado ese grupo de motes populares a todos los extranjeros del país y me cago en sus simpáticos guionistas.
Retrocedo veinte horas en el tiempo y me separo diez metros en el espacio. Entonces era noche cerrada, y conversaba dentro de un cajero con un extranjero que dormía dentro del banco envuelto en una manta sucia. No se atreve ni a levantar la cabeza. Está asustado, lo entiendo. En cualquier momento alguien puede llegar y llamar a la policía. Al final, en un gesto inútil de empatía, le doy un par de barritas energéticas que por casualidad llevaba encima. Eso ayuda a romper el hielo. El hombre las devora con rapidez y se atreve a hablar.
- Soy soldador, rumano, pero no hay trabajo. Por favor, no llame a nadie.
- No pensaba hacerlo.
La conversación es breve pero agradable. Él me habla de su vida a trompicones, mezclando el rumano constantemente. Yo escucho sin apenas interrumpir. Finalmente me despido. Me encantaría llevarle a mi casa. O a una casa de acogida. Ofrecerle algo más que una simple barrita. Pero naturalmente, yo también tengo miedo. "No es de mi incumbencia", pienso, me repito, me engaño, me condeno, mientras regreso vuelta a casa. Espero que me entiendan ustedes.