Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

jueves, 12 de octubre de 2017

EL PROBLEMA EMOCIONAL DEL NACIONALISMO

Obra de TvBoy en Barcelona. El nacionalismo tiene la misma función que el orín de los perros, adornado con palabras.
    Contra lo que pueda pensarse los acontecimientos en Cataluña forman parte de un fenómeno planetario, que todavía no estamos estudiando adecuadamente. Solo que los catalanes y españoles somos tan egocéntricos y localistas que no nos hemos dado cuenta de ello. En efecto, nuestra tensión es la misma que se vive en Estados Unidos con Trump y el auge de la extrema derecha blanca, o con el Brexit y el nacionalismo inglés, por poner dos ejemplos. Ponga una cara pálida, pecosa y angloparlante, en lugar del rostro moreno ibérico, y el resultado será el mismo. Un mismo cerebro atrapado en una trampa mortal de sentimientos hostiles.
     En definitiva, las vísceras han tomado el poder de la toma de decisiones. El xenófobo americano, el nacionalista inglés y el independentista catalán o el nacionalista español tienen una misma característica común. Están absolutamente convencidos de que tienen razón, y no se van a dejar engañar por las artimañas del enemigo para ceder un ápice. ¡Ya quisieran Hitler, Stalin o Bin Laden tener semejantes compañeros fanáticos de viaje! Quizás lo ignoren o se sentirían insultados, pero el viaje a los cerebros de estos individuos compartirían muchas cosas con el de un fundamentalista islámico. No sus ideas, sino sus mecanismos para separar lo verdadero y lo falso, o lo justo y lo que no lo es.
    ¿Cómo cambiar las opiniones emergentes de emociones viscerales? No vale la pura razón, aislada, desencarnada, fría y abstracta, porque esta vale en el cerebro visceral para lo contrario: eliminar posibilidades alternativas, racionalizar o pensar en conjuras judeomasónicas. Si por ejemplo, la realidad diaria nos dice que las empresas se deslocalizan de Cataluña, el cerebro independista podrá optar "racionalmente" entre dos cosas: o que a la economía capitalista no le gustan los riesgos políticos, o que es una conjura del estado español que promueve esta desbandada para fastidiar a Cataluña. Sin dudar, optará por la segunda, porque da estabilidad emocional al independentismo. Lo mismo puede decirse del discurso vacío de "legalidad" de los anticatalanistas. Aquí también valen dos opciones. Lo legal puede ser justificación de una total injusticia, o puede ser el marco del estado de derecho. Lógicamente, los españolistas se han refugiado en el segundo término y no piensan ni por asomo en la posible realidad del primero. En resumen, ante cualquier disonancia cognitiva, nuestro cerebro buscará refugio emocional: es decir, pensaremos y miraremos las cosas de tal forma que no supongan un contraste o enfrentamiento directo con nuestras emociones y actos.
    Y aquí está el gran problema. No se trata de cambiar opiniones, sino cambiar emociones. Pero esto es mucho más difícil. Para cambiar una emoción (y el ejercicio racional que la acompaña) hay que mover algo mucho más profundo. Tiene que haber una experiencia vital que remueva todo esto, que permita a la razón humana partir de cero y recomponer su espíritu crítico, a partir precisamente de otra emoción vivida. Esto es de las pocas cosas que la neurociencia puede afirmar ya con total rotundidad. La racionalidad humana no se entiende sin su base emocional.   
    En consecuencia, nacionalistas españoles y catalanes tienen que salir de su zona de confort incuestionada, consejo tan antiguo como el  de la filosofía griega: sé humilde y reconoce que tus certezas no son tales, y que en el siglo XXI se traduce en: abandona tus redes sociales y tus banderas, que son eco de tu propio ego, y mira más allá. El mundo es más amplio. Este consejo no es fácil de asumir cuando todo lo que tocamos es proyección de nosotros mismos, como ocurre precisamente con las redes sociales. Y cuando, como estamos viendo, nuestras emociones y sentimientos de partida se están reforzando continuamente a través de esas redes. Pero habría que romper esa carcasa: ¿Se imagina un españolista decidido visitando la Generalitat? ¿A un independista haciendo un "viaje de estudios" por Extremadura para reconocer que tardamos cinco horas en tren hasta Madrid? ¿O una reunión de nacionalistas anónimos, en los que unos y otros comparten sus experiencias con la identidad nacional sin darse voces?
   Este estado de cosas provoca lo que en la filosofía podríamos denominar un idealismo enfermizo. Es decir, la creencia de que son solo las ideas de nuestra mente las que condicionan lo que llamamos "realidad" y que acaban por construir ilusiones ficticias o disociaciones psicóticas respecto al mundo y nuestros semejantes. Por supuesto, llegará el día que la realidad exterior tome su revancha y llame a nuestra puerta, como les ocurrió a muchos británicos cuando supieron que había ganado el Brexit, y sonó de forma conjunta, "Dios mío, qué hemos hecho". Entonces despertaremos y quizás ahí tengamos un tsunami emocional lo suficientemente fuerte que nos haga caer en la irracionalidad del asunto y las contradicciones internas de nuestro discurso.
      En definitiva, las fronteras de los países son reflejo de fronteras emocionales que construyen nuestros cerebros, que marcan el "nosotros" frente a  "ellos". Tú puedes traspasar una frontera física. Tú puedes incluso conquistar un país. Pero la frontera emocional del cerebro de un ser humano es casi infranqueable si no remueves primero sus sentimientos y su imaginario particular. A lo mejor, todo lo que necesitamos es amor (como dirían los Beatles) y después el seny. Pero es de esto de lo que andamos más escasos, tanto unos como otros.

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