Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

martes, 22 de diciembre de 2020

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       Hay algo que no casa bien en la mitología de Tolkien: la alianza entre elfos y hombres. Los hombres no pueden sentirse cercanos a ellos cuando los primeros gozan del regalo de la inmortalidad y los últimos no. Independientemente de que Tolkien disfrace la inmortalidad con la fatiga vital y el cansancio de la existencia mundana, los hombres sentirán celos de ellos. Afortunadamente, existe el relato de la caída de Númenor en la mitología de la Tierra Media que tiende a enmendar este grave error. Los hombres por naturaleza o sienten envidia hacia los inmortales e intentan destruirlos, o al contrario, son gobernados sin miramientos por ellos. Es natural que en la tradición de los apócrifos del Génesis o en el libro de Enoch, los descendientes de los malakim sean perniciosos y acaben luchando contra los hombres mortales, o que en la tradición griega los héroes acaben siendo gobernantes despiadados. No puede ser de otra forma. En el sentido más puramente nietzscheano, los héroes levantan tal envidia que ninguna alianza es posible salvo el odio de los más débiles, y eso es lo que debería ocurrir con los propios elfos de Tolkien.

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