
A pesar de todo esto, Tolkien tiene mala prensa entre la comunidad literaria más selecta. Hay una legión de críticos literarios afirmando que los libros de Tolkien son malos. Comparar a gigantes como Virginia Woolf, T.S.Elliot o George Orwell con J.R.Tolkien significaría meter a un intruso en la cima de la narrativa británica. Y proponen gran número de argumentos literarios para confirmar su tesis: la trama marcada por la lucha entre el bien y el mal es simple y maniquea; los personajes, planos, predecibles y sin profundidad psicológica; muchos recursos literarios extraidos sin pudor de tradiciones anteriores. La lista de objeciones es larga para los inquisidores de nuestro siglo. Y sin embargo su popularidad está ahí, haciendo pasar delante de las narices de los críticos mastodónticas cifras de lectores, espectadores y dinero recaudados por la publicación de libros y proyección de películas, sin hablar de un merchandising creciente y revitalizado cada vez que hay un acontecimiento nuevo sobre Tolkien en el panorama cultural, como puede ser la esperada película de El Hobbit.
Como seguidor de Tolkien, más de una vez he preguntado a otros freakies de la biblioteca si en realidad el Señor de los Anillos tiene un final feliz, o por el contrario constituye el más triste de todos los desenlaces posibles. Y aunque algunos apuntan hacia el final feliz, yo tiendo a pensar en una trama que concluye felizmente a costa de dejar un escenario apocalíptico. Aparentemente, para el gran público, el final de la trilogía es grandioso. El anillo es destruido, Baradur se desmorona hasta los cimientos, Dol-Guldur y el bosque negro es por fin liberado de monstruos, Aragorn reina y vive el resto de sus días con Arwen, mientras los hobbits regresan a casa, donde tienen que poner solución a los últimos desmanes cometidos por Saruman y Wormtongue.
Y sin embargo, el libro no termina ahí: todo el mundo lector sabe que el libro concluye en los puertos grises donde los protagonistas del libro inician un viaje sin retorno posible. Una de las últimas frases de Gandalf clarifica la situación: "Go in peace. I will not say do not weep; for not all tears are an evil". Un lector avispado entenderá perfectamente que el desenlace final contiene más lágrimas que sonrisas. No hay continuación posible del libro, porque sencillamente la magia ha desaparecido. Tan solo quedará la açoranza y la melancolía por lo que los hombres han perdido irremediablemente. Podremos explotar en nuestra imaginación escenarios fantásticos para las primeras edades de la Tierra Media, pero nunca ya para la edad de los hombres que empieza con el reinado de Aragorn, porque no hay fantasía alguna de la que hablar. Y aquí toca Tolkien uno de los temas más conocidos de la mitología universal, las distintas edades del hombre entendidas como una decadencia inexorable, y que curiosamente también Hesíodo concedió el número de cuatro para hablar de ellas: oro, plata, bronce y hierro. Todas las narraciones de Tolkien se unen bajo el hilo de una decadencia lenta pera continua, irreversible.
De hecho, esta es una regla que respetan muchas obras de la literatura fantástica. Cuando el relato se ubica en el tiempo presente, la única manera de hablar de la magia entre los hombres será haciendo uso de la imaginación, bajo una doble realidad fantasiosa creada por el poder de la imaginación (plasmada en distinta tinta, en La Historia inteminable de Michael Ende) ya a través de una historia paralela y oculta, fuera de la geografía humana habitual (como por ejemplo remarca bien Sinclair en Las Crónicas de Narnia). El rizo de esta inversión lo da J. K. Rowling en la saga de Harry Potter, cuando es el mundo humano el que acaba colonizando el mundo de los magos e imponiendo sus normas a través de toda una serie de golpes de efecto que convierten la magia en un centro escolar de élite británico, con todas sus engorrosas reglas, distinciones sociales y su disciplina académica.