Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.
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lunes, 18 de julio de 2011

LA REVUELTA DE LOS PRIVILEGIADOS.

Luis XVI, hombre ingenuo, sin carisma
y sin excesivas miras de futuro:
 un retrato perfecto de nuestra
actual clase política.
      Este fin de semana el economista Paul Krugman se preguntaba si el G.O.P. (great old party, haciendo referencia al partido republicano estadounidense) había perdido definitivamente la cabeza. El país se asoma a la suspensión de pagos y todavía no se ha acordado un nuevo techo de gasto. Remover ese techo (Que por otra parte se ha hecho ya once veces en la última década) supondría cometer el terrible pecado de subir los impuestos a las clases altas. No se trata, dice Krugman, de algo nuevo: tres décadas de reaganismo acaban pervirtiendo unos prejuicios ideológicos en una inmovilidad absoluta ante una crisis tan grave. Tampoco es el primero en denunciarlo: la revuelta de las clases altas en Estados Unidos (y también en Europa) fue uno de los temas reiterativos en la obra de Galbraith.
      Resulta inevitable contemplar el panorama de Europa y Estados Unidos y no establecer paralelismos con los orígenes de la Revolución Francesa. La gente está equivocada si pensamos que la revolución empieza en la toma de la Bastilla o la reunión paralela del Tercer Estado en la sala del juego de la pelota. La rebelión del pueblo llano es el segundo movimiento de la revolución. El primero de todos lo constituye precisamente la rebelión de los privilegiados ante las demandas de una monarquía absoluta en bancarrota. Luis XVI convoca los estados generales en 1789 para tratar un problema fiscal que tiene muchos parecidos con la crisis que atraviesan los estados occidentales doscientos años después. 
      La historia es tan sencilla como sorprendentemente actual: la política de créditos de los sucesivos ministros de finanzas franceses (Necker y Colonne) había terminado fracasando por completo, ante la incapacidad de devolverlos y ante unos intereses que se iban elevando conforme la insolvencia del estado francés se hacía más grave. La monarquía francesa era acreedora de todos los banqueros de Europa y nadie iba a conceder más dinero a un estado cuyo crédito internacional estaba bajo mínimos (todo esto no son los bonos basura del 2011, sino de 1789).
     Cuando Necker abrió los estados generales de 1789, se centró en las soluciones para evitar esa bancarrota general: una opción era el recorte de los gastos del estado y fundamentalmente, la Casa Real y toda la corte de parásitos que se generaba en Versalles. Pero eso llevaba haciéndose una década y no había producido ingresos significativos, y además, no había frenado la erosión moral de la monarquía ante la sociedad francesa. La otra opción, hacer más eficaces la gestión de los impuestos actuales y del mismo estado, también había alcanzado sus límites razonables. Tan solo quedaba por tanto, la solución tabú para solucionar la crisis: elevar los impuestos, y un tabú más grave todavía, eliminar las diferencias jurídicas entre unos estamentos y otros. Es decir, que los privilegiados estuvieran expuestos a cargas fiscales que hasta ese momento no tenían. En este punto fue donde nobleza y clero dieron la espalda a la petición de la monarquía de Luis XVI haciendo inviable otra solución que no fuera la puesta en movimiento de la revolución.
     Y es en este punto donde precisamente los privilegiados del siglo XXI dan la espalda a las necesidades de un estado agonizante. Obama y toda la clase política actual está en el papel ingrato de Luis XVI o incluso de Maria Antonieta para los más intransigentes: un estado frívolo y corrupto que gasta sin medida y razón. Los privilegiados son más complejos, eso sí, que en el siglo XVIII, pero en países como Estados Unidos tampoco es tan difícil de precisar cuando un 1% de la población dispone en torno al 20% de la riqueza nacional.  Si este es el punto de salida de una auténtica revolución, solo se verá si nuestros estados, efectivamente, acaban en la bancarrota y la locura, como preconizaba Krugman, acaba invadiendo el espíritu de todos los partidos democráticos de occidente. Lástima que los americanos tengan como referente no a los revolucionarios franceses, sino a los colonos que decidieron -justamente- no pagar más impuestos sin representación en el parlamento inglés. Lo que habría que recordarles es que Obama se asemeja más a ese pobre Luis XVI en los estados generales que a los padres fundadores de los Estados Unidos.  

jueves, 2 de junio de 2011

EL MAL DE LOS SANS-CULOTTES

         El 15M se reorganiza, pero ahora debe tener cuidado con eliminar los vicios que lastran muchos movimientos asamblearios: el creerse el ombligo moral del mundo, su epicentro ético. Y es que la superioridad moral que esgrimen sin decirlo conscientemente ni representa a todas las ideas ni a toda la sociedad. En democracia no hay verdades morales absolutas. Hay que reconocer que una parte importante de la sociedad española, aunque con un mismo sentir ante la crisis, no comparte sus opiniones, sus métodos ni sus propuestas.
         ¿No se puede hacer nada entonces? Yo no lo creo así. Con el 15M nos vienen a la cabeza los grandes movimientos sociales, desde Martin Luther King y su discurso ante la estatua de Lincoln hasta la primavera del mundo árabe de nuestros días. Todos ellos suponían una ruptura del estado del derecho en nombre de reivindicaciones morales innegables.  el 15M nació con la frescura de esos movimientos. Pero tampoco hay que pasar por alto los peligros. Las asambleas tienen un algo de club jacobino, de montañeses en plena Revolución Francesa: algo fascinante, porque significa la toma de conciencia política de una generación hasta ahora nihilista, pero que no oculta el hecho de que en un momento determinado no representan el sentir del "pueblo" ni de una "voluntad general", un elemento demasiado abstracto si no pasa por la estadística esterilizante del voto en las urnas.
        El trágico fracaso de los jacobinos estriba precisamente en su propio éxito: fue creerse precisamente el espíritu del pueblo lo que les permitió tener suficiente fe en sí mismos para imponer su autoridad frente a los movimientos contrarrevolucionarios y contra la coalición de países extranjeros. Sin jacobinos la revolución no habría sobrevivido y sus frutos tal vez se habrían perdido en la historia. Sin embargo nadie puede negar sus costes: la política que hacía un país entero dependía de los tejemanejes de un club de exhaltados fervorosamente demócratas, pero que llevó a una dictadura abierta. Aquella fe que movía montañas y destruía ejércitos enemigos les cegó y también les hizo creerse dueños últimos de la virtud, y esta no se comparte: o se tiene y se es un héroe o debe ser destruida en la guillotina. La caída de Robespierre marca el fin de las asambleas revolucionarias, también con guillotina por medio, pero de signo político distinto.
      Naturalmente aquí no vamos a llegar a las tragedias revolucionarias de hace un par de siglos, tan solo el peligro de desgaste de algo muy valioso. El mismo ascenso imparable que condujo al 15M al respeto de toda la sociedad española les puede llevar a caer en la indiferencia y su disolución no porque dejen de representar valores morales, sino porque aportan demasiadas directrices a seguir por una sociedad que no tiene por qué compartirlas ni admitir un paternalismo que para millones de votantes (naturalmente libertarios y conservadores), resulta insultante.