Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

sábado, 5 de noviembre de 2011

GEOGRAFÍA Y DEMOCRACIA

      Se ha comentado mucho estos días el órdago griego: la posibilidad de un referéndum en el país que cuestione el rescate europeo y en última instancia la permanencia de Grecia en la moneda única. Algunos han visto la anulación del referéndum como una afrenta contra la democracia. ¿Tiene esto algún sentido? En nuestra opinión, muy poco o ninguno, y supongo que alguien decidirá llamarnos fascistas o lindezas similares ante esta respuesta. Pero antes, sugerimos una breve reflexión. Tendemos a usar la libertad política como un valor absoluto, con definición propia y aplicable a cualquier circunstancia humana, cuando debe entenderse como algo encarnado,  vinculado a un complejo contexto histórico, y en el que la pertenencia a una comunidad impone habitualmente más obligaciones que derechos. Esta es la diferencia que en última instancia Hegel distinguió en su filosofía del derecho entre la moralidad y la eticidad. No entender esto significa equiparar la democracia con un castillo magnífico construido en las nubes sin cimiento alguno. Por no hablar, como ya criticara en su tiempo la escuela de Frankfurt, de que vivimos en sistemas burocráticos fríos y racionales, que coartan nuestra libertad de movimientos y actos hasta límites insospechados, pero que tendemos a asumir como normales. Curiosamente, la dificultad de una cultura no occidental a sumarse a una democracia no parte solo de rechazar o no la libertad que se ofrece, sino sobre todo de la incapacidad para respetar las reglas comunitarias que supone el juego democrático: el creernos parte de un comunidad mayor al pequeño entorno al que pertenecemos y a nuestro pequeño juego de intereses, y plegarnos a la decisión de la mayoría, a pesar de que pueda ir en contra nuestra. Piensen en nuestras viejas democracias: Francia y EEUU sufrieron guerras civiles para imponer definitivamente una particular idea de libertad política en todo su territorio. Por no hablar de nuestro país, que en total suman cuatro y con un desenlace nada democrático en la última de ellas.
      Para entender esto, imaginen, por ejemplo, que una comunidad de vecinos ha decidido democráticamente dejar de pagar impuestos en lo relativo al pavimentado de las calles y la conservación de cañerías que pasan al lado de su casa. Con el paso del tiempo, aparece una avería seria que afecta a toda la ciudad. ¿Tenemos que respetar esa decisión vecinal amparada en la mayoría de la comunidad? ¿Tiene derecho a imponer una sanción la ciudad en conjunto? Aunque parezca mentira, en muchos países esto ocurre: cuanto menos fuerza tiene ese deseo de bien común del conjunto de la comunidad, más fragmentada aparece la ciudad y más polarizada está socialmente (echen un vistazo a cualquier ilha de Portugal o de ciudades brasileñas, en el que no es meramente una cuestión de pobreza económica, sino también de integración sociocultural). En Brasil, por ejemplo, se asiste a un paulatino reforzamiento del estado que tiende a imponer decisiones políticas por encima de las decisiones de muchas viejas comunidades -como los integrantes tanto de una fabela como de un barrio de lujo, que no desean integrarse al plan urbanístico de una ciudad-. Desde nuestra mentalidad, difícilmente daremos la razón a estas comunidades de vecinos. El progreso económico y la integración social, concluiremos, depende de ceder nuestras viejas libertades.


        Lo mismo podría decirse de la situación griega. Durante mucho tiempo el estado nacional fue el lugar natural de juego y concurrencia de las libertades políticas. Ha sido la comunidad ideal en la que una idea de bien común pudo desarrollarse con proyectos nacionales que integrasen a toda la población (David Miller o Will Kymlicka ejemplificaron muy bien la relación estrecha entre nacionalismo y liberalismo). Pero eso no siempre fue así. La revolución francesa impuso a los vendeanos con sangre y fuego las condiciones del nuevo estado francés, como los estados de la Unión impusieron las abolición de la esclavitud a los confederados en la Guerra civil americana, y como el débil estado liberal español se impuso sobre los carlistas que proclamaban los viejos fueros de las provincias vascongadas. Ahora, es el propio estado nacional el que da síntomas de agotamiento y de incapacidad de gestionar adecuadamente su propia comunidad. Nuevas comunidades emergen y es la hora de los superestados (Brasil, China, India) o en nuestra geografía de crear las bases de un estado federal fuerte, capaz de imponerse sobre las decisiones privadas que ahora incumben a países enteros, como el caso de Grecia. Y esto trae, naturalmente, la pérdida de una parte importante de nuestras viejas libertades. ¿Significa eso que la nueva comunidad europea, si llega a nacer y superar sus tendencias autodestructivas, tendrá un carácter autoritario y poco democrático? Indudablemente sí, como en el origen de toda comunidad liberal y democrática.  


       Los casos de Grecia y Alemania en la gestión de estas crisis marcan la agonía de la democracia nacional europea. Por un lado Alemania está obligada a ejercer el mando europeo pero es incapaz de supeditar sus intereses particulares y electoralistas al bien europeo, imponiendo medidas de austeridad draconianas a los países periféricos. Por otro, Grecia es una víctima (de sus propios errores y también de los ajenos), y pretende sacudirse la imposición económica de los países más fuertes, en nombre de su soberanía nacional sin entender que eso puede suponer una catástrofe de dimensiones globales. Tanto en un caso como en otro, el mantener esos intereses nacionales conduce a medio plazo a la parálisis y a la anarquía, tal y como la entendían los antiguos: la incapacidad de encontrar un bien común más amplio y a más largo plazo que supere los intereses egoístas de los individuos o grupos particulares. Y aquí asistimos a un peculiar paralelismo histórico. En Grecia, la democracia en las viejas ciudades estado sucumbió porque fueron incapaces de crear un estado unificado capaz de competir con las comunidades extranjeras "bárbaras", y ese fracaso supuso en el ámbito intelectual occidental el renegar de la democracia como sistema político adecuado durante más de dos milenios -la democracia fue sinónimo de caos y desorden a partir de ese momento-. Ahora Grecia, 2500 años más tarde vuelve a la primera plana de la esfera internacional haciendo el mismo papel que hizo en el siglo IV. Y la conclusión es clara: o superamos el síndrome griego (como víctima) y el síndrome alemán (como verdugo) o desaparecemos del mapa mundial y de la recuperación económica.

2 comentarios:

  1. Estoy de acuerdo sólo en parte en lo que dices. Creo que la desconexión histórica se produce porque la economía ha globalizado la política pero ésta no ha construido todavía sus bases de legitimidad que siguen ancladas en el Estado - nación.
    Claro que Alemania es el verdugo. ¿En qué derecho se sustenta para legislar sobre el resto de países? ¿Por qué él pudo salvarse de las multas comunitarias cuando superó el déficit del 3%? Por la misma legitimidad que la de los mercados internacionales, por su mayor poder económico. Yo no digo que Grecia no tenga que tomar determinadas medidas, pero éstas sólo son legítimas si se hacen desde un marco normativo comunmente aceptado, sea este nacional o global, y tanto los mercados como Alemania nos han robado ese marco normativo de aceptación de las mayorías de las que hablas... El problema es que no hay comunidad que legitime los sacrificios, el problema es que Europa necesita dotarse de nueva legitimidad democrática, sino desaparecerá y con ella el sueño de un gobierno Ilustrado global...
    Por cierto creo que la historia dejará claro que, de nuevo, Alemania no ha sabido estar a la altura de la circunstancias, presenta un síndrome casi genético que aconseja dejar las situaciones de liderazgo a los aglosajones o a los latinos, pero nunca a los germanos... sólo saben mostrar su resentimiento ante situaciones de poder, que lucha.

    ResponderEliminar
  2. Permite que me salga el lobo hobbesiano que llevo dentro. Entre un gobierno duro y despótico (como el alemán) y una amenaza al caos más absoluto (como el órdago griego) me quedo con el gobierno injusto. Más vale mala ley que ninguna. Naturalmente, esto no tiene nada que ver con la moral... es realpolitik, como muy bien decía otro alemán. no sé cuando será el momento ético de ajustar cuentas con los alemanes, pero creo que ahora mismo, no.

    Anxo

    ResponderEliminar