Hace algo menos de un siglo Ortega y Gasset aseguraba que España necesitaba un "cirujano de hierro" para resolver sus problemas ancestrales. España estaba "invertebrada" (otro famoso término del filósofo) y necesitábamos un revulsivo que nos permitiera reconocer nuestro propio lugar en la historia. Era aquella una época relativamente lejana para nosotros, tendente a creer en destinos manifiestos y salvadores mesiánicos para la patria. Pues bien, casi un siglo después, cuando España está más invertebrada que nunca y han pasado al olvido aparente todas las proclamas peligrosamente autoritarias y pseudofascistas, parece que hemos encontrado nuestro cirujano de hierro particular en la figura de Mariano Rajoy. No es muy posiblemente el "médico" que tenía en mente Ortega. Es un político de perfil bajo -los grandes carismas parecen haber pasado a la historia- que se ampara en un gobierno de tecnócratas, para resolver un obsesivo problema económico (el déficit público), pero con unas dimensiones tales que amenaza con desfigurar el conjunto del estado. No es que el déficit público sea el problema número uno de nuestro sistema económico: hay otros muchos más acuciantes y graves, aunque se dejen temporalmente de lado. Pero el contexto en el que vivimos hace que ese déficit se convierta en una obsesión colectiva.
Desgraciadamente las curas de este cirujano se están volviendo tan agresivas que pueden hacer fallecer al enfermo. El riesgo de muerte es real. Rajoy y su equipo sabe perfectamente que sus medidas, dedicadas a aplacar los mercados, pueden no tener ningún éxito. No hace falta ser premio Nobel para eso: lastran el crecimiento económico de tal forma que los especuladores entenderán que los problemas de financiación seguirán siendo los mismos para los próximos años (les basta una excusa para someter al enfermo a una prima de riesgo desorbitante). Incluso aunque puedan parecer armados de la ortodoxia liberal más arrogante, las ideologías han pasado. El equilibrio presupuestario por sí mismo ya no es receta segura para el crecimiento económico. Ni esa ni ninguna otra.
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Desgraciadamente las curas de este cirujano se están volviendo tan agresivas que pueden hacer fallecer al enfermo. El riesgo de muerte es real. Rajoy y su equipo sabe perfectamente que sus medidas, dedicadas a aplacar los mercados, pueden no tener ningún éxito. No hace falta ser premio Nobel para eso: lastran el crecimiento económico de tal forma que los especuladores entenderán que los problemas de financiación seguirán siendo los mismos para los próximos años (les basta una excusa para someter al enfermo a una prima de riesgo desorbitante). Incluso aunque puedan parecer armados de la ortodoxia liberal más arrogante, las ideologías han pasado. El equilibrio presupuestario por sí mismo ya no es receta segura para el crecimiento económico. Ni esa ni ninguna otra.
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Para defender su programa, Rajoy lo ha denominado estoicamente como "inevitable". Este adjetivo es mucho más gave de lo que puede parecer. Con él certifica la defunción del estado nación mediano, incapaz de maniobra alguna, arrastrado por fuerzas superiores como los mercados globales o la superfederación europea. Muy posiblemente tenga una parte importante de razón en esa proclama, y desde la claudicación de Zapatero hace dos largos años, se ha venido repitiendo con cada recorte. Pero es también una coartada perfecta para hacer lo que a uno le venga en gana, cargando la responsabilidad en otros -la herencia recibida, las imposiciones de Bruselas, la ortodoxia de Merkel, la crisis global...-, es decir, el largo etcétera al que estamos acostumbrados de un tiempo a esta parte.
Pero como siempre los ajustes tienen límites. Incluso cuando la esfera de lo económico -por emplear mi término favorito de Michael Walzer- parece imponerse sobre el resto de esferas de valores culturales, existen límites que pueden provocar graves daños a largo plazo. Los recortes podrían haber sido menos inmorales, menos dañinos para la imagen pública del estado. No todo vale a la hora de recaudar dinero y aliviar el déficit. Por poner algunos ejemplos: es inmoral perdonar las deudas del defraudador y aumentar el fisco a los que pagan religiosamente. Es inadmisible hacer recaer el peso de la crisis una y otra vez sobre el funcionariado mientras las responsabilidades de la crisis a nivel político y financiero se destilan a cuentagotas. Es vergonzoso e insensible afirmar que recortar el subsidio de desempleo es positivo porque incentiva al parado a buscar un trabajo. Si a esa declaración le acompañamos ese "a trabajar, a trabajar" que coreaban los diputados del PP o el "que se jodan" lejano que se escuchó en boca de una diputada del mismo partido, de forma intencionada o no, el resultado es un gobierno que está perdiendo legitimidad moral para gobernar. En la época de las redes sociales, estos errores son imperdonables y pasan factura.
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Pero como siempre los ajustes tienen límites. Incluso cuando la esfera de lo económico -por emplear mi término favorito de Michael Walzer- parece imponerse sobre el resto de esferas de valores culturales, existen límites que pueden provocar graves daños a largo plazo. Los recortes podrían haber sido menos inmorales, menos dañinos para la imagen pública del estado. No todo vale a la hora de recaudar dinero y aliviar el déficit. Por poner algunos ejemplos: es inmoral perdonar las deudas del defraudador y aumentar el fisco a los que pagan religiosamente. Es inadmisible hacer recaer el peso de la crisis una y otra vez sobre el funcionariado mientras las responsabilidades de la crisis a nivel político y financiero se destilan a cuentagotas. Es vergonzoso e insensible afirmar que recortar el subsidio de desempleo es positivo porque incentiva al parado a buscar un trabajo. Si a esa declaración le acompañamos ese "a trabajar, a trabajar" que coreaban los diputados del PP o el "que se jodan" lejano que se escuchó en boca de una diputada del mismo partido, de forma intencionada o no, el resultado es un gobierno que está perdiendo legitimidad moral para gobernar. En la época de las redes sociales, estos errores son imperdonables y pasan factura.
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Muchos analistas comparan la coyuntura actual con los años treinta (los años de Ortega precisamente), pero nos imaginamos un paralelismo más lejano en el tiempo y que se ha ido repitiendo con cada crisis fiscal en la historia. Cuando el Imperio Romano estaba a punto de derrumbarse, el emperador Diocleciano a finales del siglo III propuso una reforma tributaria sumamente agresiva que pretendía estabilizar el orden interno del imperio. Tuvo éxito en su tarea, pero el precio a pagar fue muy alto, hasta el punto que el propio imperio dejó de ser el mismo. Desde entonces, ser ciudadano romano se convertiría en una carga y no una valiosa distinción legal; con estas medidas se estaba sentenciando al Imperio hacia una muerte lenta, porque nadie se sentía identificado con el mismo. A largo plazo, los emperadores se dieron cuenta que esta política significaba por un lado más gastos de burocracia, y por otro, una mayor evasión fiscal por parte de los más poderosos, y el empeoramiento de las condiciones de los más humildes, hasta acabar en la rebelión. El imperio occidental quedó socialmente resquebrajado y nunca pudo recuperarse definitivamente. Indudablemente Diocleciano estaba entre la espada y pared, y pudo decir como Rajoy que el "ajuste" era "inevitable" y que la inacción habría sido aún peor. Pero esa inevitabilidad también es ampliable a sus consecuencias catastróficas a largo plazo, cosa que ningún dirigente desea reconocer como obra suya.
Rajoy dimisión ya!!!
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