Hace unas semanas cayó este librito en mis
manos y no pude evitar devorarlo con rapidez; lo cual siempre dice algo bueno
en un libro, aunque no quiera decir que sea del mismo rigor o calidad. Esta
obra de Enkvist es recomendable por su simplicidad y su fácil lectura. También
porque sus críticas rozan un sentido común saludable. Hacen bajar de las
alturas muchos retos pedagógicos y los invita a afrontar preguntas simples que
cuestionan sus éxitos; entre otras, la relación entre el esfuerzo
presupuestario del estado hacia la educación y por otro lado sus resultados
académicos. O asumir el fracaso de una ley educativa sin echar únicamente la
culpa a los agentes de la reforma. La cultura del esfuerzo, la formación
docente, el énfasis en la lectura y el reforzamiento de la autoridad del
profesorado están en boca de todos. Pero evidentemente esta crítica se hace a
costa de simplificar los problemas hasta el extremo.
Enkvist propone una revisión y comparación de los modelos educativos de
países de muy distinto espectro ideológico y cultural: las dificultades para la
integración de la inmigración en Francia, la cultura del esfuerzo en Estados
Unidos, los problemas de la escuela comprensiva en Suecia o España, y
naturalmente, los éxitos educativos de los países orientales y de Finlandia, en
este último caso, por la importancia del docente, su formación y su autoridad.
Quizás,
a la vista de la autora, la comparación más evidente a nivel internacional haya
sido el progresivo distanciamiento educativo entre Suecia y Finlandia,
compartiendo ambos países la geografía escandinava, su carácter avanzado y su
tradición socialdemócrata. Enkvist (sueca ella misma) entiende su país como un
auténtico fracaso educativo: siendo desde los años sesenta el primero en imponer
una educación comprensiva, igualitaria y de tendencia fuertemente
socialdemócrata, los resultados logrados a largo plazo están lejos de resultar
satisfactorios, comparados con el amplio presupuesto educativo con el que
cuentan. La falta de esfuerzo, los problemas ideológicos, la situación acomodaticia del alumno frente a la falta de
motivación del profesorado hacen de Suecia un país con resultados relativamente
mediocres, comparados con los que obtiene su vecino. En cambio, Finlandia vive
una situación frontalmente opuesta. Hace treinta años la educación quedó
apartada del debate político y fue encomendada a los técnicos (se supone que
pedagogos). Toda la sociedad se percató de la importancia fundamental de la
educación para el crecimiento y la prosperidad del país, hasta el punto de
convertirla en su ventaja comparativa a escala internacional en términos
económicos. Esto se tradujo, en términos educativos, en un reforzamiento de la
figura del profesor. El docente se convierte en figura de prestigio social, con
un pronunciado reconocimiento de su valía intelectual por parte de la sociedad en
general. Quizás la autora conceda más importancia al carácter “autoritario” de
este profesor, su intensa formación y la autonomía para dirigir su trabajo sin
cortapisas políticas o burocráticas, y no cuente tanto con el dicho finlandés
de “poner al alumno en el centro de la
educación”, algo con lo que la autora tendría mucho que decir.
Aparte de aspectos con los que indudablemente podríamos estar de
acuerdo, una crítica que podría plantearse a Enkvist parte en nuestra opinión excesiva
importancia al influjo político e ideológico sobre la educación, y en especial
a los pedagogos, pero no ofrece la misma atención al resto de la sociedad y a
los procesos transformadores de nuestra realidad globalizada. Quizás por eso
Enkvist sea vista con tan buenos ojos en el ámbito conservador. Pero el fracaso
educativo no es solo el fracaso de la escuela comprensiva de raíz
socialdemócrata o izquierdista, es el impacto de una sociedad entera que ha
cambiado la lectura por la imagen, la comprensión profunda por la mirada
superficial y el corta-pega, la cultura dirigida desde un único agente social
hacia la diversidad infinita de las nuevas tecnologías, la autoridad paterna
por la sobreprotección familiar. Por lo tanto, el acercamiento de Enkvist se
puede ver parcialmente sesgado: consiste en engrandecer el fracaso de las
nuevas pedagogías de forma injustificada, sin atender a otras causas que no
solo explican este fracaso, sino que también justifican por qué se ha de seguir
usando parte de esa nueva pedagogía tan supuestamente negativa en el contexto
de la globalización como herramientas de trabajo. Da la sensación que Enkvist
habla en su libro de un mundo que ha perdido sus valores educativos por una
decisión política, y no tanto por el impacto de la cultura de la imagen, Internet
o de sociedades globalizadas.
En realidad su crítica central aparece ya en libros anteriores de
Inkvest, más puramente teóricos. El error de la escuela unificada y comprensiva
(de espíritu “socialista”) ha consistido efectivamente en el abuso de la “tabla
rasa”, en una ingenuidad socrática de que la pedagogía puede destruir todo tipo
de limitaciones económicas, culturales y biológicas y que se traduce en un
constructivismo pedagógico (a veces malinterpretado), según el cual es el
alumno el eje del aprendizaje, y no el profesor. El intento de garantizar una
educación para todos, de carácter obligatorio e igualitario, ha propuesto un
programa que no ha terminado con la exclusión de una parte de alumnos con
fracaso escolar y que además ha tenido el gravísimo coste de provocar un menor
rendimiento general de los alumnos más aventajados. La razón era que este
programa de igualdad para que las clases bajas pudieran ascender socialmente ha
perdido su eficacia porque ahora son los nuevos “incultos” quienes quedan fuera
del sistema, aquellos alumnos cuyas familias no concedieran, por múltiples
razones y no solo económicas, la importancia debida a la educación o que
sencillamente, por unos factores u otros, no estaban interesados en educarse. Es
decir, las sociedades democráticas más avanzadas, desde Suecia hasta España
disponíamos de un programa educativo modélico, progresista, igualitario y
válido para todos, pero resulta que al final de su trayecto nos hemos
encontrado con que aquel colectivo que queríamos educar e integrar se nos ha
quedado por el camino. Pero no conviene hacer excesiva demagogia sobre este
fracaso. El fracaso presente no disfraza el pasado de algo que fue mejor. Plantear
los libros antipedagógicos con una propuesta de contrarreforma no significa
mejorar la educación: significa disolver el problema volviendo hacia aquello
que también había fracasado por otras razones y que una democracia avanzada difícilmente
podría asumir sin críticas. Volviendo al caso de Finlandia –ejemplo perfecto de
educación en la globalización-, el éxito educativo basado en la figura del
profesor reside en su extraordinaria capacidad docente y no en ser meramente
fuente de autoridad establecida. La autoridad está basada en su valía
profesional y no en ser una mera representación jurídica de autoridad. Esa
formación está configurada para que el alumno pueda ser dueño de su propia
educación y eje de su proceso formativo, pero en el que el profesor no sea un
mero asistente pasivo, sino la parte más importante del escenario escolar. Algo
con la que la autora quizás no esté tan de acuerdo, siguiendo sus críticas más
puramente teóricas.
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