Qué aburrido es esto. Volver a hablar de Cataluña y el nacionalismo. Una vez más, inútilmente, cuando no hay más diálogo que el de los sordos con los oídos finos y el de los ciegos de mirada certera. Pero en fin, venía mirando este billete de diez dólares en mi viaje en el tren, y el singular personaje que está impreso en él: el insigne Alexander Hamilton. Y me pregunto que contestaría este personaje a nuestra situación actual. Seguramente que si fuese español o catalán, no aparecería tan sereno como aparece en el billetito.
Pero vamos a lo nuestro. Puestos ya sobre el tema, comparto que Cataluña tiene todo el derecho a decidir por sí misma qué hacer con su futuro. Me asombra la mezcla de miedo, inmovilidad y falta de ideas que paraliza a la clase política española. No se puede contestar a todo reto con el respeto a la ley vigente, cada vez más ajena a la realidad. Me sorprende que los partidos de izquierda tengan tantas reticencias a convocar un referendum, una medida que se ha aplicado en otros países y que no siempre ha conducido a la ruptura, como Canadá o más recientemente Gran Bretaña. En el primero, ha fortalecido la unión. En el segundo, ha fomentado más autonomía. Cierto, Checoslovaquia se dividió en 1993 por un referendum, y muchos checos se lamentan de la decisión y del resultado final de su revolución de terciopelo. Pero es un riesgo a asumir para resolver el futuro. Los catalanes tienen derecho a decidir sobre el asunto.
Pero igualmente pienso que España y Europa también tienen el derecho a decidir por su futuro, y caso que Cataluña decida su independencia, puedan tomar medidas drásticas para errores que yo pienso que resultan completamente anacrónicos dentro de un proceso que avanza hacia el federalismo europeo y no precisamente hacia su desintegración. Son sencillamente procesos contrarios: si los catalanes deciden separarse, el ostracismo de Cataluña se hace aconsejable para que Europa no acepte dinámicas centrífugas que pueden acabar llevando a pique su lenta y enrevesada compactación política. No tiene nada que ver con el resentimiento o una actitud vengativa: es mera lógica política. Y aquí entra el amigo del billete verde. Lo que sugiere hoy la comisión europea no es otra cosa que lo que comentaba el primer secretario del Tesoro de Estados Unidos Alexander Hamilton -una especie de Angela Merkel del siglo dieciocho, el primer obsesionado con la consolidación fiscal- la primera vez que ve un conflicto semejante, hace doscientos años: el cumplimiento de la democracia no siempre acaba amoldándose al bien común. Esto es lo que decidían los primeros federalistas de la historia cuando veían que la deriva libertaria de los colonos americanos podía acabar siendo una auténtica anarquía y el fracaso de la primera democracia del mundo moderno. Es precisamente la falta de gobierno, o el exceso de libertades lo que puede socavar los pilares del estado federal y un bien común más amplio. Reconozco que esta es una visión pesimista, hobbesiana, pero son los riesgos con los que contamos. A fin de cuentas, los votos de una democracia también pueden justificar posiciones egoístas, cortoplacistas, y los nacionalismos mal entendidos pueden caer en estos vicios. Volviendo a Hamilton y sus principios federalistas, la historia de Estados Unidos ilustra el ejemplo de cómo la democracia más vieja del mundo se consolidó reforzando su autoridad y su gobierno federal, y alejando fantasmas de secesión que le amenazaron durante su primer siglo de existencia, incluso con una guerra civil por medio. Nadie va a hacer estallar una guerra civil sobre esta cuestión -ya tuvimos varias en nuestra historia contemporánea- y al menos tenemos suficiente cabeza y memoria histórica para saber que la defensa de una identidad ya no se puede pagar con sangre.
El que escribe es consciente que el corazón tiene razones que la razón no alcanza a entender, y que muchos nacionalistas votarán con el corazón sin atender a su cerebro ni a su estómago, o peor, con el cerebro dispuesto a negar cualquier argumento contrario a lo que le diga el corazón, ejercitando una perfecta disonancia cognitiva. Están en su derecho como ciudadano, a fin de cuentas, de equivocarse o no. Hamilton en este sentido, también lo tenía muy claro: las pasiones de los hombres deben guiarse por los dictados de la razón. El problema es que la razón es fría y nadie la quiere, y a veces necesita ser ejecutada por un estado, más gélido todavía. Y esto no da votos. Dónde está la raíz del problema, nos preguntarán algunos: Los políticos, son en última instancia, los responsables de guiar nuestros sentimientos políticos y no desbocarlos. Y aquí, tanto los de un bando como los de otro, no han sabido estar a la altura. Me pregunto si luego le tocará a un funcionario del gobierno, a lo Hamilton, saber dónde acertar para desfacer todo el entuerto creado.
Pero igualmente pienso que España y Europa también tienen el derecho a decidir por su futuro, y caso que Cataluña decida su independencia, puedan tomar medidas drásticas para errores que yo pienso que resultan completamente anacrónicos dentro de un proceso que avanza hacia el federalismo europeo y no precisamente hacia su desintegración. Son sencillamente procesos contrarios: si los catalanes deciden separarse, el ostracismo de Cataluña se hace aconsejable para que Europa no acepte dinámicas centrífugas que pueden acabar llevando a pique su lenta y enrevesada compactación política. No tiene nada que ver con el resentimiento o una actitud vengativa: es mera lógica política. Y aquí entra el amigo del billete verde. Lo que sugiere hoy la comisión europea no es otra cosa que lo que comentaba el primer secretario del Tesoro de Estados Unidos Alexander Hamilton -una especie de Angela Merkel del siglo dieciocho, el primer obsesionado con la consolidación fiscal- la primera vez que ve un conflicto semejante, hace doscientos años: el cumplimiento de la democracia no siempre acaba amoldándose al bien común. Esto es lo que decidían los primeros federalistas de la historia cuando veían que la deriva libertaria de los colonos americanos podía acabar siendo una auténtica anarquía y el fracaso de la primera democracia del mundo moderno. Es precisamente la falta de gobierno, o el exceso de libertades lo que puede socavar los pilares del estado federal y un bien común más amplio. Reconozco que esta es una visión pesimista, hobbesiana, pero son los riesgos con los que contamos. A fin de cuentas, los votos de una democracia también pueden justificar posiciones egoístas, cortoplacistas, y los nacionalismos mal entendidos pueden caer en estos vicios. Volviendo a Hamilton y sus principios federalistas, la historia de Estados Unidos ilustra el ejemplo de cómo la democracia más vieja del mundo se consolidó reforzando su autoridad y su gobierno federal, y alejando fantasmas de secesión que le amenazaron durante su primer siglo de existencia, incluso con una guerra civil por medio. Nadie va a hacer estallar una guerra civil sobre esta cuestión -ya tuvimos varias en nuestra historia contemporánea- y al menos tenemos suficiente cabeza y memoria histórica para saber que la defensa de una identidad ya no se puede pagar con sangre.
El que escribe es consciente que el corazón tiene razones que la razón no alcanza a entender, y que muchos nacionalistas votarán con el corazón sin atender a su cerebro ni a su estómago, o peor, con el cerebro dispuesto a negar cualquier argumento contrario a lo que le diga el corazón, ejercitando una perfecta disonancia cognitiva. Están en su derecho como ciudadano, a fin de cuentas, de equivocarse o no. Hamilton en este sentido, también lo tenía muy claro: las pasiones de los hombres deben guiarse por los dictados de la razón. El problema es que la razón es fría y nadie la quiere, y a veces necesita ser ejecutada por un estado, más gélido todavía. Y esto no da votos. Dónde está la raíz del problema, nos preguntarán algunos: Los políticos, son en última instancia, los responsables de guiar nuestros sentimientos políticos y no desbocarlos. Y aquí, tanto los de un bando como los de otro, no han sabido estar a la altura. Me pregunto si luego le tocará a un funcionario del gobierno, a lo Hamilton, saber dónde acertar para desfacer todo el entuerto creado.