El concepto de la pureza en las religiones definitivamente constituye la categoría más sucia y ruín de todos los que se hayan creado en la mente humana. No cuestionamos aquí si su origen es producto de una revelación trascendental o si es, de forma más prosaica y mundana, la necesaria transcripción de una identidad endogrupal en los clanes más ancestrales de la especie humana. El hecho es que con la creencia religiosa la pureza se sublima y se vuelve la forma más perversa de condenar a aquellos semejantes que no son como nosotros creemos ser.
El deseo de pureza es tan fuerte que incluso una intervención tan revolucionaria como Jesucristo en una religión tan identitaria y endogrupal como la judía, no consigue destruir la categoría, sino simplemente invertirla y cambiar su contenido. Efectivamente, Jesucristo se atreve a hablar de la pureza de los impuros. En la peor de las interpretaciones, Jesucristo solo representa la venganza de los más débiles. En la mejor, los hombres fuimos demasiado frágiles para atenernos a la visión tan socialmente iconoclasta y destructiva como la de este reformador. Al poco tiempo, los seguidores cristianos convirtieron la proximidad a Cristo en un nuevo símbolo de pureza. Durante siglos masacramos los cuerpos y condenamos las almas de todos aquellos que no estuviesen lo suficientemente cerca de él. Ahora llevamos dos siglos intentando lavar este término. Pero el problema sigue ahí: es imposible poner la pureza a los ojos de Dios, y no a través del filtro distorsionador de los creyentes.
Nada menos puro que un ser humano
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