Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

viernes, 12 de febrero de 2021

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   Si hay una cosa perversa en las clases de filosofía y ética es que muchos de los debates acaban cuestionando la educación y disolviéndola en el peor ácido, dejándote la autoestima como docente por los suelos. Los adolescentes por lo general comparten un punto de vista de la educación al menos bastante parcial, pero aún así hablan con una transparencia envidiable. Te sueltan las cosas como las sienten, sin tacto alguno. Así que, como en otras ocasiones, dedicamos una clase a lo que ellos entendían por educación. 

   El punto de vista de la clase quedó expresado con el buenhacer de Natalia, una encantadora chica de segundo de la ESO, que con apenas trece años manejaba la clase mejor que muchos profesores. Presentó el debate de forma admirable, con una introducción histórica bien argumentada, y un dominio del lenguaje y las formas en el encerado improvisado -la clase es una biblioteca, el COVID manda-, que me levantó una mezcla de envidia maligna y de alivio por la suerte de disfrutar de una alumna así.

   Cuando Natalia concluyó su presentación, quedó levantada la veda para dar despiadada caza al sistema educativo. Las críticas de los chicos siempre apuntaban hacia el mismo ángulo, sus flechas y dardos se clavaban sin piedad en los traseros de los profesores, instituciones, sistemas y leyes educativas. Nos falta ocio en las escuelas, decían, hay mucha memorización, poca tecnología, demasiados libros viejos, escasa formación laboral, poca posibilidad de elegir entre materias, diferencias enormes entre regiones y países, desinterés y métodos antiguos para áreas como las matemáticas o el inglés. La lista no era corta, y yo, que quedaba reducido a mero apuntador, me quedé sin pizarra para tantas propuestas. Por supuesto, la hora pasó volando y los chicos desarrollaron un debate admirablemente adulto para su edad. 

   En algunas ocasiones contesté dando mi opinión. Les decía que era una opinión de experto, porque ellos no habían nacido cuando yo ya estaba dando clase, y me podía declarar con un punto de veteranía que no tenían. Sorprendentemente, acataron mi autoridad. Les dije que hasta hacía relativamente poco tiempo, estaría de acuerdo con casi todas sus propuestas, y que algunas las seguía compartiendo. Pero ahora ya no diría el sí absoluto. Perdí mi inocencia educativa, y no hace demasiado tiempo. Fue de forma lenta, paulatina, no tanto por desilusiones con los alumnos, sino con nuestro propio entorno de aprendizaje, y la desilusión de mis propios compañeros, que a su vez fueron profesores míos. Así que no podía estar de acuerdo en todo. Pero no pude decir mucho más. Sonó el timbre y todavía había varias manos levantadas.

   Quedé satisfecho con la clase y sobre todo con la admirable actuación de Natalia. Había ocurrido un aprendizaje procedimental, importante y básico que es el propio hecho de discutir, guardar el turno de palabra y tolerar a tu adversario. Yo salí contento y felicité a la tutora. Pero sabía que en estos debates siempre echaba en falta una cosa elemental para los chicos. De hecho, la crítica más importante quedó fuera de juego, y el propio culpable era yo. Para aprender hace falta esfuerzo. El aprendizaje no es divertido o al menos, no tiene porqué serlo. Incluso todo aquello placentero, cuando deseas cultivarlo de verdad, se convierte en un trabajo infernal. Por lo tanto, tanto el aprendizaje como el éxito educativo cuesta mucho. ¿Dónde quedó ese eslogan de la película Fama, tan ochentero y lleno de verdad, que toda la generación de EGB conocía no por el sistema educativo, sino por nuestro entorno vital? La fama cuesta y se gana con sudor, y no se reduce a un efímero pelotazo en las redes sociales. Tal vez Natalia, dedicada a la gimnasia rítmica, o Mercedes, volcada en la música, hubiesen estado de acuerdo conmigo. Pero dudo que muchos más lo hicieran.  

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