Pasemos a la segunda parte del artículo, centrando nuestros esfuerzos en comprender cómo un régimen monárquico es capaz de haber superado con éxito los embites de la historia de los últimos doscientos años. Lejos quedan las profecias de Marx cuando en el 48 aseguraba que la dinámica del capitalismo sepultaría los tronos europeos en el olvido de la historia. Y partiendo que quien escribe es liberal de alma y demócrata por defecto, el lector se dará cuenta que la decisión de un cargo representativo y simbólico como puede ser una república o un monarca no es una cuestión que enturbie demasiado mi ánimo por el momento, así que escribiré el artículo como una especie de divertimento postmoderno sobre la monarquía. Así de pedante y frívolo.
En un sentido político estricto es difícil no posicionarse a favor de una república. Pero permítanme que impere el pragmatismo político antes de tomar una decisión ética. Habitualmente se dice que la opción republicana es más democrática que la monárquica, pero eso no es una prueba de ser moralmente más elevada. Como muy bien advertía Aristóteles, los regímenes políticos no tienen nada que ver con la moral, sino que es la acción de los gobernantes la que nos permite hablar de un gobierno justo o injusto. En una perspectiva pragmática, un presidente de la república puede ser democráticamente elegido y ser un desastre y un monarca sin serlo tener una gestión brillante. En segundo lugar se nos dice que el cargo de presidente de la república está abierto al pueblo. Pero realmente no es así: votamos dentro de una aristocracia política establecida. Incluso las repúblicas más antiguas tienen sus propios linajes cerrados (véase los Bush, o los Kennedies en Estados Unidos). Por defecto, una república será a largo plazo más efectiva que una monarquía porque tiene una mayor capacidad de enmendar sus posibles errores, al igual que en general un régimen democrático es más efectivo que una dictadura por su transparencia y renovación.
Nos tenemos que preguntar entonces por qué algunas monarquías se mantienen con más o menos estabilidad en determinados países europeos. Y uno debe plantearse que, precisamente al tratarse de un poder simbólico, los argumentos a favor o en contra de la monarquía no oscilan en torno a su carácter democrático, sino a su poder de convocatoria y de generar una identidad colectiva. El título hereditario de la realeza queda así vinculado con cosas como la bandera catalana, el gallo portugués, la siesta española, John Bull o el tío Sam. Nadie ha elegido esos símbolos: el tiempo los acaba imponiendo. En la medida en que un pueblo sienta identificada su tradición cultural y política con la de la realeza, la monarquía puede suspirar con alivio. Un ejemplo de esto es la monarquía inglesa: eliminarla supone destruir el sustento fundamental de una comunidad imaginada tan relevante como la Commonwealth, por ejemplo. Además, la monarquía británica ha sabido vincularse con una tradición liberal firme -la más antigua de Europa, hasta el punto que la república inglesa está vinculada históricametne con una dictadura (Cromwell)- y al mismo tiempo mantener un profundo espíritu aristocrático, hasta ser la más absolutista de las europeas. Esto hace que crisis tan graves como las sufridas en el reinado de Isabel II no se hayan saldado todavía con el derrocamiento de la monarquía.
Podríamos decir que aquellas monarquías que supieron atravesar las revoluciones con entereza y sin fisuras, lograron perpetuarse en el tiempo. No son muchas en realidad, pero no se puede negar que fueron aliento para su pueblo en circunstancias difíciles (las monarquía danesa o la belga, en la II Guerra Mundial) y que siempre se reconocieron así mismas como liberales. Pero además, en nuestros tristes tiempos de la jaula de hierro, la realeza es lo que resta de una Europa con un toque "sagrado", previo a un capitalismo democrático, en su peor sentido de la palabra: vacío, alienante, homogeneizador, mercantil, desacralizado en el que todo se compra y vende. La aparición de una monarquía (y una república también) se pueden convertir fácilmente en un reencantamiento momentáneo del mundo, con el que la gente, de forma prerracional y fantasiosa, puede estar completamente de acuerdo. Por eso, no dudo en calificar las monarquías actuales como "postmodernas". En la permanencia de una monarquía, cuenta tanto la propaganda mediática de un documental sobre el 23-F, en el que se analiza la buena gestión política del monarca, como la capacidad de la familia real de llenar portadas de revistas del corazón. La gente no solamente consume política en la forma de una decisión racional, sino también de forma sentimental y afectiva. En una palabra, la monarquía cuenta con glamour. El cuento melodramático de Lady Diana y el príncipe Carlos no puede suceder en una república, y eso que Francia o Estados Unidos ofrecen jugosas historias en este sentido. Y precisamente, ante un cargo vaciado -en cierta medida- de valor político, esto último puede jugar con más fuerza.
En conclusión, las monarquías europeas se mantendrán en el tiempo si pueden jugar a su favor con esas dos fuerzas centrífugas que regulan su legitimidad. Por un lado, su legitimidad parte de una identidad simbólica que paradójicamente puede aumentar su importancia, dada la importancia de la identidad y la imagen en nuestra cultura política, vaciando cualquier otro significado relevante. Por otro, dicha legitimidad va a ser siempre cuestionada por la tendencia inveterada del régimen monárquico al error político y la imposibilidad de ser rectificado. Tarde o temprano, el miembro de una dinastía real cometerá un grave error, despilfarrará dinero, formará parte de un escándalo mediático o tomará una decisión impopular. Nuestros tiempos, al mismo tiempo que se refugian en la imagen, no aceptan la ineficacia ni una mala gestión de los recursos. Otra vez, la fuerza del dinero es lo suficientemente poderosa como para derrocar un cetro, como decía Marx.
Y así, para concluir, nos queda plantear: y qué pasa con la actual monarquía española. Pensemos que es una excepción increíble, una paradoja histórica casi inexplicable. Es la única monarquía que se ha restaurado en Europa no solo después de dos repúblicas (sin contar Napoleón III), sino también la única que se ha impuesto en la segunda mitad del siglo XX en Europa: tal anacronismo es ya una excepcionalidad. También es la única en la que el monarca ha tenido un juego político tal que muchos ven en él al artífice en la sombra de la Transición. Quizás esa sea la clave de su éxito, pero también la de su paulatina decadencia. La monarquía española no puede contar, como sí tienen otras, el patrimonio de ser el único régimen liberal, federalista y democratizador de nuestro país. La memoria de la II República tiene un significado simbólico mayor en este sentido que el de la propia realeza. Sus sucesivas deposiciones, alternancias con repúblicas y enroques con dictaduras, han eliminado cualquier vestigio de inmutabilidad y de carácter intocable, y eso sin duda minará su continuidad en el largo plazo.
"Un presidente de la república puede ser democráticamente elegido y ser un desastre y un monarca sin serlo tener una gestión brillante"
ResponderEliminarSi pasa eso, dimisión, distitución o simplemente, si el pueblo es racional, no lo reelije (pongo el ejemplo de Colombia y de Chávez)
Si ocurre al revés, el monarca es el que lo hace mal, ¿cuándo se acabe su mandato se puede votar a otro?
Ese es el problema que veo yo con la monarquía.
Un abrazo primo. Carlos
<< Poco trabajo cuesta conseguir un principado a aquellos que de simples particulares son levantados a él por especial favor de la fortuna, y sin presentárseles el menor obstáculo; pero si han de conservarle después de alcanzado, tendrán que vencer muchas y grandes contrariedades. >>
ResponderEliminarM. 1513
Primo, naturalmente tienes toda razón. Pero ten por seguro que cuando un monarca español lo haga mal, el pueblo pedirá su abdicación total o en el próximo en la línea sucesoria (los derrocamientos en las monarquías son más normales de lo que parecen).
ResponderEliminarEspero que debatamos sobre esto en la próxima comida que tengamos, je je je.
Excelente cita de Maquiavelo, Carlos, y muy juiciosa. Por cierto que el rey Fernando de Aragón era considerado por el autor como el gran príncipe de la época...
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