Figura de un monje leyendo en la catedral de Orense (siglo XIII). Su posible similitud con Stephen Hawking ha sido mera casualidad. |
"Oh, no", pensé, "otro libro sobre la inexistencia de Dios". Lo leí en la prensa hace un par de días; ahora salen como hongos los mismos comentarios de hace unos años: las reacciones alocadas de unos y otros sobre las verdades absolutas de siempre, las vacas sagradas de la ciencia repitiendo viejos argumentos y apelando casi meramente a su autoridad, y los responsables religiosos chillando nerviosamente desde sus púlpitos y tribunas sobre la incompentencia de los científicos para hablar de la religión. Cuando ni siquiera ha aparecido el libro, ya están rechazandolo: sin duda el editor de Hawking estará riendo entre dientes con malicia sabiendo el dinero que va a correr por sus manos.
Y es que esto es deja vú. En el momento que apareció The God Delusion de Richard Dawkins ocurrió la misma sensación: una prestigiosa autoridad científica implora argumentos filosóficos en contra de la religión. Auspiciado por su nombre, esto provoca revuelo durante un tiempo, el tiempo que dura la noticia. La noticia se aleja, es barrida por la actualidad, y ahora es preciso otro libro que devuelva el tema al candelero. Qué aburrimiento, por Dios. Esto es el cuento del eterno retorno en su versión más burda.
"Ten paciencia", me dice mi maestro Tiburcio. "Y es que no se debe menospreciar nunca un libro sin haberlo leído. Juzga únicamente aquello que puedas reflexionar antes". Así que yo, como discípulo aventajado del escepticismo tiburciano, suspenderé el juicio hasta más ver.
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