Esta es una pregunta que nos hacemos de una manera teórica, en el marco de una democracia bastante asentada ya y que no corre el riesgo de sufrir un revés irremediable a través de un golpe de estado o el ascenso de un partido político. Si una asociación de la sociedad civil pide una representación política, es de recibo que una democracia consolidada se lo conceda. No podemos dejarnos guiar por perjuicios, recelos o cortapisas por muy fundados que estos puedan ser. Como mínimo, hay que dejar a los jueces que tomen la decisión sin injerencias ni presiones políticas de por medio.
Quizás muchos miembros de Sortu tengan la idea de la democracia española como una democracia capitalista, colonialista y opresora, y que la entrada en el juego político sea una pura estrategia para reforzar posturas terroristas en nombre del independentismo. Quizás existan muchas voces discrepantes en esa organización que cambian poco a poco esa posición dogmática y logran invertir esa veja tendencia (si una cosa nos enseña la historia es que los dogmatismos eternos también tienen fecha de caducidad). La inserción política va a hacer que esos debates internos se hagan más agudos: si se nos permite la expresión, con Sortu no inyectamos el terrorismo en la democracia, sino al contrario: inyectamos democracia en las venas resecas de un terrorismo cada vez más anacrónico. Dar cabida a voces discrepantes se convierte en una obligación moral, si no queremos que nuestro sistema político se convierta en una democracia vigilada. Las razones que podemos dar son varias:
En primer lugar, una democracia vigilada (donde los censores imponen quién debe actuar y quién no en la esfera política) solo podría darse en condiciones muy especiales, pero no precisamente en el momento actual en el que un problema político como la violencia nacionalista tiende a su paulatina desactivación. No estamos en la república de Weimar con un partido nazi a punto de abolir el estado de derecho ni tampoco somos la España de la Transición en las que los riesgos de golpes militares eran inminentes. Es más: la creencia de que nuestra democracia está vigilada no hace sino retroalimentar la voz de los que se creen oprimidos.
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Una manifestación del País Vasco en los últimos días.
Fuente: Gara |
En segundo lugar, existen resortes legales para dar marcha atrás, si la ley de partidos y asociaciones políticas deja de ser cumplida o si se demuestra uno de los mayores miedos, que Sortu se convierta en fuente de financiación para el terrorismo. Es precisamente por esto que nuestra democracia debe ser generosa: sabe defenderse perfectamente ella misma sin necesidad de censores ni salvadores.
En tercer lugar, no deja de ser sospechoso que aquellos que con más afán se oponen a la ilegalización, hayan sido herederos directos de una generación política colaboracionista e integrada en el anterior régimen franquista y que todavía en el día de hoy sean incapaces de hacer un manifiesto condenatorio de dicha dictadura. Por otras razones podríamos plantear la exclusión de la esfera política de todos aquellos políticos y dirigentes que tengan abiertas causas con la justicia o estén imputados en temas de corrupción. La legitimidad moral de todos ellos para hablar abiertamente sobre el tema nos parece más bien escasa.
Siguiendo a lo anterior, tendríamos que indagar en todo tipo de intereses que convergen en muchos partidos políticos para mantener la ilegalización de un partido radical. Los grandes partidos van a encontrar una demagogia electoralista excelente en su propia lucha por el poder, los partidos nacionalistas más moderados un granero de votos del que no quieren prescindir. Siempre somos capaces de ver los intereses ocultos de nuestros enemigos, pero nunca de asumir críticamente los propios.
Y por último, mantener fuera de las fronteras democráticas a una opinión determinada, por arriesgada que ella sea, no nos permite conocer la magnitud del problema, su fuerza social o su número de votos. ¿Estamos hablando de un decreciente puñado de votos o de una creciente fuerza social? Mientras no tengamos un resultado en las urnas ni en la sociedad civil, no sabremos la respuesta.
Con todo lo dicho, alguien podría pensar si el que escribe es simpatizante del nacionalismo. No solo rechazo un nacionalismo intransigente: tiendo a considerar más bien que todo nacionalismo es un residuo identitario que está haciendo a toda Europa perder el último tren en la historia. Pero esto es una opinión, y una mera opinión no me permite excluir a partidos políticos ni otras opiniones, por equivocadas que pueda creer que están. En los últimos años se ha controlado al nacionalismo violento con las armas. Pero eso, contra lo que muchos creen, no conduce a una derrota ni una victoria definitiva. La derrota solo se conseguirá cuando las urnas suplanten las pistolas, o como decía el orador romano, "la toga se imponga a las armas".