Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

viernes, 13 de mayo de 2011

EL MUNDO FELIZ ESTÁ AQUÍ

Clones virtuales del conocido agente Smith.
        No creo que haya nadie que hoy lea los primeros capítulos del clásico libro de Un Mundo Feliz, sin sentir cierto estremecimiento y no reflexione un instante en qué medida aquella sociedad futurista descrita en 1930 por un visionario se parece a la de nuestros días. Las imágenes de Huxley sobre la manipulación genética o la clonación se han convertido en referentes básicos para obras de culto del cine, la literatura, el manga, y el mundo de la ciencia ficción en general. Durante mucho tiempo la ciencia ficción nos ha mostrado las caras más oscuras de la biotecnología. Ejércitos de clones en Star Wars, experimentos genéticos siniestros en Akira, rebelión del androide en Blade Runner o del clon en The Island… la lista se puede hacer interminable.
       Con cierta lógica, un autor denominaba a todo esto “clonoficciones”. Alertan a la sociedad sobre los elevados riesgos que suponen la biotecnología para la propia humanidad e imaginan apocalípticos escenarios donde imperan nuevos tipos de esclavitud humana basados en la reproducción y manipulación genética. A diferencia de lo que el imaginario colectivo puede suponer, este panorama es, aunque no imposible, bastante improbable. Imaginar un mundo de clones uniformados, como en Un Mundo Feliz o Star Wars, supone ignorar reglas básicas de la naturaleza. Adaptar la clonación como forma básica de reproducción sería el suicidio biológico del ser humano en escasas generaciones, al renunciar a la recombinación y variabilidad genética que permite la reproducción sexual. Crear clones para ser alimentados y utilizados en el periodo adulto, como en La Isla, supone ignorar los actuales avances científicos en el campo de las células madre, que hacen innecesario ese gasto de mantenimiento con los riesgos de una sublevación social.
      Los grandes riesgos de la biotecnología no aparecen a simple vista: se producen en el ámbito casi microscópico, a nivel celular y genético y no de fenotipos ya construidos. En laboratorios, eso sí, con científicos no siempre escrupulosos, pagados por intereses económicos privados, y sometidos por leyes restrictivas que en ocasiones no se aplican con suficiente firmeza. En esto las “clonoficciones” recrean escenarios posiblemente no tan alejados de la más dura realidad.

       Pero es lo primero, el ámbito micro, lo que hace los riesgos de la nueva tecnología más invisibles no solo a nuestros ojos biológicos, sino también a nuestras lentes culturales, acostumbrados al efectismo de las películas y a lo macro. Efectivamente, no es lo mismo trabajar con un cuerpo visible que con lo que eufemísticamente denominan las leyes europeas “preembriones”: un cigoto de catorce días, todavía no implantado en el útero, que está sometido a posibles divisiones, pero que tiene ya una programación genética perfecta y detallada de lo que va a ser el futuro ser humano: desde el color de sus ojos hasta su nivel de inteligencia o su futura propensión a la violencia o al afecto. Es en estos preembriones donde hoy en día se construye la ciencia ficción del siglo XX: selección genética, clonación “terapéutica” e investigación de células madre se producen en buena medida en esos primeros y ambiguos estadios de una vida humana. El debate ético entra con fuerza en todo este abanico de posibilidades científicas pero naturalmente, no con la fuerza que supondría imaginar como reales las “clonoficciones”. Y la razón es clara: ¿es el preembrión un ser humano, con toda la dignidad moral y protección legal que supone ese sustantivo? ¿O más bien se trata de un estado anterior, una materia animada, una mera acumulación celular con una valiosa carga genética apta para ser utilizada en aras del bien de la humanidad? La primera afirmación supondría cortar de raíz la biotecnología y renunciar al progreso de la medicina futura y la mejora de la vida de los hombres. La segunda supone asumir el riesgo de una tecnología que, efectivamente, puede llegar a convertir en realidad Un Mundo Feliz por la puerta de atrás. Y por donde nadie lo puede ver, por la manipulación de los diminutos cigotos humanos.
           Parece que la sociedad occidental ha optado por el riesgo: renunciar a la dignidad humana en sus estadios primarios y buscar el supuesto beneficio universal de la investigación científica. Falta por ver si en la primera renuncia, va también el renunciar a lo que Hans Jonas entendía como el “principio de responsabilidad”: el jugar con fuego sin llegar a quemarnos nosotros mismos. Pero eso no podremos escucharlo nunca con la viva voz de la experiencia. Lo juzgarán los libros de historia que se escriban en las siguientes generaciones. Y -quizás- hablarán ante el silencio cómplice de tumbas que ya no pueden enmendar los errores del pasado.

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