Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

lunes, 16 de abril de 2012

A MÁS LIBERALISMO, MENOS DEMOCRACIA

     Hoy es de esos días extraños en los que a uno le entra la furia pública y se encuentra en la necesidad de despotricar contra esto y contra aquello, como se decía antes. En realidad este trabajo no es más que una proyección inutil, pero uno se queda bastante a gusto haciendo este ejercicio de escritura y vertiendo a la red su rabia y su frustración. Así que en el día de hoy volvemos la mirada, como no podía ser de otra forma, a la política.
     Nuestro estado actual se hace más liberal. Es decir, más autoritario. Y no hay contradicción de términos.  Al creciente conflicto social se encoge de hombros -laissez faire-, se somete a régimen de adelgazamiento y responde con una llamada al orden, sin más. Vuelve a sus orígenes predemocráticos, que son los del liberalismo doctrinario. Y sin embargo no podemos volver al pasado sin más. En su edad dorada allá por el último tercio del XIX, el estado liberal tenía a su cargo tareas más elevadas, como construir una nación, custodiar unos valores sagrados basados en la religión y las buenas costumbres, o por el contrario, avivar la llama del progresismo. Hoy el ardor nacional queda reducido a un partido de fútbol y los viejos valores sagrados a las polémicas estériles sobre el aborto. Las instituciones intocables -léase la monarquía parlamentaria- son cuestionadas por errores infantiles pero casi inevitables, la integridad del estado amenazada por fuerzas centrífugas y los derechos sociales básicos que creíamos perdurables -educación y sanidad- amenazados por su financiación. La crisis capitalista se hace más corrosiva que nunca; el estado neoliberal del siglo XXI nace como un estado vacío de proyectos de futuro, deconstruido, superado por la actual coyuntura histórica.
      A este estado solo le queda la autoridad y la custodia del orden, las funciones más reducidas de un contrato social puramente lockeano y burgués. Cada vez de forma más pronunciada y desde muy distintas tribunas de opinión, se le encomienda mantener un orden económico por encima de cualquier otro objetivo, un status quo del que cada vez tenemos menos certeza de a quién puede beneficiar, porque aparentemente -desde los bancos hasta el parado- todos estamos en crisis. Las tareas del estado se hacen ahora más descarnadas, como diría un marxista, cuando no quedan ilusíones culturales que cubrir, y su legitimidad se hace también más cuestionable conforme la crisis se enquista más en nuestra sociedad. Su función principal acaba siendo mantener un orden social y económico que se hace más injusto e inviable a largo plazo con cada recorte que se le presenta. Los gobiernos siguen manteniendo la esperanza de que la crisis, al final, acabará pasando por ella misma. Si en la izquierda fue por un optimismo estúpido heredado de los años de vacas gordas, a  la derecha le invade un pesimismo agónico que les prohibe intervenir activamente sobre el enfermo. Entonces ese orden y el golpe autoritario habrán tenido sentido estos años, y la sociedad agradecerá el paternalismo peninteciario que nuestros gobiernos ejercen hoy en día. Ojalá fuera todo tan fácil.
      Sin embargo el futuro pinta oscuro: la crisis social y política será muy larga y difícil de digerir si no hay una salida exterior a la misma. Si entre nosotros triunfa la resignación -que es lo que más desean los gobiernos- acabaremos en una dictadura encubierta de tecnocracias. Si por el contrario triunfa el conflicto, tenemos muchas posibilidades -no todas- de acabar abrazando el populismo. Y la razón de estas dos opciones, desgraciadamente, es sencilla: nuestra crisis es regional y no global. Los salvadores de la democracia y de la sociedad, si llegan a darse, solo aparecerán en los países grandes, capaces de dar giros contundentes a las políticas de la globalización. Nosotros hacemos el papel de meras comparsas, a la que solo se exigen compromisos para que el status quo europeo se mantenga sin ninguna contrapartida tangible. El fracaso de Latinoamérica en la década de los ochenta está llamando a las puertas del sur de Europa y todavía creemos que eso no va con nosotros.
    

2 comentarios:

  1. Por primera vez tu amigo socialdemócrata suscribe el 100% de las líneas de este artículo.
    Sólo dos comentarios:
    1. También se están privatizando los sistemas de seguridad, Locke vería en este Estado a un lobo gris hambriento de ciudadanos... Esto, tal vez, no nos llevo sólo al XIX, sino a una Edad Media, donde Bruselas (la nueva Roma) lleva de patricios orondos y asentados en sus glorias pasadas ven arder el edificio ante su inacción. Pero, bueno, la Historia de Europa es la construcción y deconstrucción continua de proyectos estatales, el problema es que esto ya no dura siglos, sino décadas. Un hombre del s. XVI todavía se reconocería algo en los hombres del XIII, sin embargo, para nosotros la Posguerra europea es un mundo lleno de Olifantes.
    2. Una nota para el optimismo... El Consenso Washington en América Latina sólo duró una década, ningún político se atreve hoy a defender el liberalismo y es una de las regiones con crecimiento económico, gracias a las políticas de la izquierda en la Región. Personalmente creo que este Consenso Neoliberal para el Sur de Europa hará que, de nuevo, el proyecto de la derecha española se autodestruya ante sus ojos. Si Aznar buscó en Cánovas su referente, Rajoy, cada día que pasa, se parece más al frustrado Antonio Maura, con buenas intenciones pero cuyo proyecto político se estrelló ante los vientos de la historia.
    Tu amigo regeneracionistas que, como ellos, vive cada días los sucesos de España con más sufrimiento en el alma y ansiedad en el discurso.

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  2. En algún momento teníamos que coincidir, amigo socialdemócrata... ha ha

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