Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

jueves, 19 de abril de 2012

EL OFICIO IMPOSIBLE DE SER REY

        Lo del rey y los elefantes ha dejado de ser actualidad. Ha sido desplazado urgentemente por asuntos mucho más serios como el aumento de la jornada laboral en educación o el copago sanitario. Y sin embargo, el asunto del rey da un respiro entre las noticias económicas. Al ser un asunto político, nos permite encontrar rápidamente culpables y señalar con el dedo chivos expiatorios a la crisis, que permiten ser la comidilla y el cotilleo político durante algún tiempo, buscando detalles que añadan morbo a la situación. El que escribe encuentra cierto relax al hablar de esas cosas, cuando se ve obligado diariamente a escuchar las noticias deportivas porque es incapaz de aguantar la crónica de desgracias económicas que asola el país. Ahora el rey ha pedido el perdón; ya veremos si eso es suficiente para el indulto de una sociedad mosqueada y deseosa de proyectar frustraciones sobre algo o alguien. Todo esta situación me induce al olvido de nuestra patética situación social y a desbarrar, por un rato, de esta particularidad histórica que es la decadencia del poder monárquico.

El histriónico Ricardo III de Shakespeare, en la actuación
de Lawrence Olivier. Alejado de la realidad histórica, los ingleses
 lo tomaron  como ejemplo perfecto de monarca arribista.

       En cualquier caso, el declive de un monarca -sea del tipo que esa- es relativamente distinto del que afecta a otros cargos políticos. Aquellos cuyo gobierno depende de unas elecciones o un golpe de estado están dominados por la ambición; una vez que logran alcanzar sus metas utilizan todos los medios para permanecer en ellos. Ese era el espíritu que Maquiavelo otorgaba a la política, que vemos en los monarcas advenedizos o mal posicionados, y cuya "fortuna" se convierte en su mejor aliada. Cuando no basta el buen gobierno, la persuasión, el engaño y el control son las herramientas de estos individuos para mantenerse aferrados al poder: desde Alcibíades hasta Berlusconi, estos mecanismos han acompañado a dictaduras y democracias con la demagogia y el populismo. Pero en realidad la institución monárquica habita en otro orden político. Hay muy pocos reyes en esta lista de ambiciosos. Es cierto que Maquiavelo pone como ejemplo para los italianos al rey Fernando de Aragón. Igualmente Shakespeare describe con saña al arribista sin escrúpulos en la figura del rey Ricardo III, capaz de vender el reino por un caballo en el momento de la derrota.  Pero habitualmente los reyes no necesitan de una ambición desmedida, al no ser que deseasen conquistar un país que no era el suyo. Se lo encuentran ya todo hecho, lo cual no tiene que ser agradable tampoco.

       Estos reyes, que nacen con el puesto garantizado de por vida tienen un problema opuesto a la clase política anterior. Frente al deseo de los anteriores, corren el riesgo del cansancio del poder: caer en la dejadez de sus funciones, en la atonía y la melancolía, hasta llegar a la huída y la necesidad de evasión. Lo que le ha ocurrido al actual rey de España -la necesidad de evadirse temporal o permanentemente de sus responsabilidades-, lejos de ser algo raro, es un sintoma que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Estamos poco acostumbrados a ellos porque los cargos vitalicios cada vez son más raros en las democracias y no pasan de ser muchas veces honoríficos. Pero no se nos tiene que olvidar que el cansancio del poder es muy peculiar en estos casos, y sus efectos son muy distintos de los que preconizaba Maquiavelo.

Tiberio: un buen gobernante ensombrecido
por su desconfianza hacia el pueblo.
        Muchos de los grandes monarcas de los que se guarda una alta estima acabaron sus últimos años de reinado con dramas personales, desgastados por los años de poder e incapaces de mantenerse en sus funciones de forma lúcida. Esta es una constante en muchos de los emperadores romanos, especialmente en la estirpe julio-claudiana. Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón fueron emperadores que tuvieron inicios brillantísimos en su reinado, dotados de sentido común y dotes de gobierno.  Muchos de ellos fueron saludados como salvadores de la patria, y mantuvieron durante muchos años de su gobierno una gestión eficiente. Y sin embargo, acabaron la mayor parte de las veces como tiranos aislados de su pueblo. Augusto sufrió duros reveses políticos en su vejez. Tiberio acabó gobernando el imperio desde la isla-fortaleza de Capri, alejado de sus súbditos. Claudio, ya viejo al tomar el poder, fue manipulado al final de su vida por Agripina; Nerón, adulado e histriónico, destruyó a sus administradores más competentes, para acabar siendo condenado por el senado como un proscrito y suicidarse. Es cierto que casi ninguno de ellos -como Diocleciano, siglos después- tuvo la posibilidad de abdicar: muy posiblemente habrían resultado asesinados. Ese fue el drama que tuvieron que cargar a sus espaldas y que empañó los últimos años de su vida. 
      Los reyes absolutos de la Edad Moderna acabaron en semejante aislamiento: Felipe II y Luis XIV construyeron sus palacios para huir del vulgo en sus últimos años de vida y desarrollaron aficciones a las que dedicar buena parte de su tiempo. La caza no es una actividad por la que solo el rey actual sienta afecto. Carlos III, un monarca ilustrado y capaz, recurría a ella para evitar las depresiones y pasaba una considerable parte de su tiempo cazando -aunque se tenía que conformar con los patos de Aranjuez, y no con los elefantes de Bosuana-. La dejadez finalmente, ponía el poder en manos de los arribistas maquiavélicos: Osuna, Lerma, Oropesa, Puigcerdá, Godoy y otros muchos van de la mano de casi todos nuestros reyes modernos. Y por último, el peso de la voluntad divina y de una etiqueta que no hemos elegido no resultaba tan agradable como pudiera parecer: los monarcas japoneses del siglo XX sufrieron permanentemente depresiones por el peso del protocolo imperial nipón, que condicionaba su vida privada hasta extremos surrealistas.
Isabel II, una de las exiliadas de nuestra
historia contemporánea. Moriría en París,
cuando su nieto reinaba España.
      Cuando el liberalismo se impone, los errores de los monarcas acaban pagándose con el exilio. De los cinco reyes borbones desde la Revolución Francesa, tan solo dos acabaron sus vidas en suelo español, por no contar la regencia de María Cristina ni el breve reinado de Amadeo de Saboya, que tampoco tuvieron final feliz. El primero que falleció en su propia cama, Fernando VII, dejó como testamento una guerra civil. Y de Alfonso XII podemos decir que murió demasiado temprano para que su desgaste se hubiese cebado en él. Parece que la monarquía, irremediablemente, está condenada al fracaso a largo plazo. Una vez que el "buen gobierno" se diluye en la política de los reyes, el lujo, la ingerencia en asuntos públicos, el distanciamiento de la gente y la llegada de arribistas se convierten en una peligrosa arma capaz de derribar los más asentados tronos. Y por encima de todo, el cansancio ante la necesidad continua de ser un modelo de la sociedad hace de la monarquía algo difícil de asumir para muchas personas. 
     Nuevamente, lo que mantiene o no una monarquía no es su déficit democrático -que importa solo a un puñado de republicanos convencidos-, sino su incapacidad para gestionar el poder que se le otorga a largo plazo y el gasto que esto supone. Poco importa que ese poder sea meramente simbólico o diplomático: ya es lo suficiente en épocas de crisis para suscitar recelos. En los tiempos de la globalización, toda institución pública sufre ataques continuos por la necesidad de transparencia corrosiva, y la monarquía no se libra, ni mucho menos de tales ataques.
     Como consecuencia de todo lo ocurrido, está claro que cuando pasen estos años de tormentas económicas, el cargo político del rey tendrá que ponerse a disposición de los españoles. Se podrá decir entonces que, por fin, la Transición habrá concluido definitivamente: la última institución no elegida por los españoles, y que paradojicamente permitió la habilitación de la democracia en nuestro país, tendrá que pasar por un referendum para su continuidad.       

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