Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

domingo, 8 de abril de 2012

LIBERTAD Y VERDAD


      (más notas del señor Tibb desde Roma)
     Desde los tiempos de Spinoza, el lenguaje de la verdad tiende inequívocamente a destruir la libertad humana. Eso es cierto, pero previamente hemos optado por el discurso de la verdad haciendo uso de la misma libertad que deseamos destruir. A la hora de hablar de libertad, hay que dejar claro en qué contexto lingüístico la ubicamos. Cuando un naturalista entusiasta como Pitkin habla de destruir el libre albedrío desde la neurociencia, se olvida de su carácter primariamente existencial, y de la decisión previa de optar por la neurociencia como motor explicador de las acciones humanas. Pitkin puede destruir la base epistemológica de la libertad, pero no su experiencia más profunda. A lo sumo, podríamos decir con Pitkin que la mejor compañía que podemos dar a nuestra experiencia de libertad es el reconocimiento teórico de su determinismo implícito. Nuestras estructuras innatas nos obligan a su creencia, más allá de su verificabilidad.
        En sentido inverso, cuando Sartre la defendía con igual entusiasmo desde su fenomenología existencialista, se olvida que para ello usa un lenguaje conceptual tan denso que hace imposible una defensa de la libertad: la experiencia viva se convierte en una esencia, un concepto atacable desde el discurso epistemológico. La libertad pertenece, desgraciadamente para los filósofos, a esos términos mejor descritos con el silencio y la propia acción, y no con los conceptos. El Sartre más clarividente aparece se olvida de su verborrea y nos pone entre la espada y la pared: en una guerra, en una acción donde no podemos buscar otro responsable más allá de nosotros mismos, la experiencia de la libertad, sea esta verdadera o falsa, se impone sobre cualquier discurso epistemológico.

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