Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

viernes, 25 de septiembre de 2020

57

   Salí con la bicicleta esta mañana: el primer chapuzón en el barro de la temporada. Metí los neumáticos en todos los charcos que encontré, me paré a contemplar los prados repletos con campanillas de otoño y disfruté como un niño siguiendo el vuelo de las avefrías más tempraneras. Busqué  bejines del tamaño de un puño y las primeras berendenitas. El retorno a la vida del campo mediterráneo es un auténtico espectáculo de la naturaleza especialmente si se da en septiembre, y ciertamente este ritual lo repito con casi cada estación otoñal. Y sin embargo este año es distinto. Existe una especie de hedonismo encubierto, de carpe diem que emerge en cada situación de pandemia mundial. Me pregunto mientras pedaleo: ¿volveré este otoño a pasear otra vez por una dehesa? ¿volveré a cruzarme con avefrías y garcillas, con los prados verdes? Sin querer volverse uno ñoño o étereo sentimentaloide con estas experiencas (cada cual tiene sus propias gilipolleces en la cabeza, completamente legítimas), no sabemos lo que nos deparará el mañana (estar encerrados de nuevo en el mejor de los casos), por lo que disfrutemos del presente más inmediato; olvidémonos por un instante que existe esta pandemia y en definitiva, hagamos lo que nos venga en gana. De forma positiva, te hace saborear cualquier humilde experiencia como si fuese la primera vez que la haces en tu vida. Un adulto que se vuelve niño aunque sea solo por un instante es un privilegio. Pero por otro lado, me pregunto si esta sensación no es el móvil que tal vez haya hecho cometer imprudencias a muchos individuos en las últimas semanas. Y es que también hay adultos que se vuelven adolescentes por un instante y eso es un desmadre. El hedonismo encubierto suele estar camuflado por el estoicismo más oficial: una tensión que muchos no deben aguantar bien.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario