Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

miércoles, 30 de diciembre de 2020

88

 Todo el mundo lo sabe: existen dos clases de individuos a la hora de enfrentarse a un problema. Existen las personas que solucionan los problemas, y otras que los diluyen y le restan importancia. La ciencia es la ocupación que suele resolver algunos importantes acertijos de la realidad. La filosofía, en el mejor de los casos, los disuelve en ácido.

87

     Leí el otro día una buena anécdota que vale de ejemplo para reconocer cómo el poder invade cualquier espacio público, en su forma más ridículas y nimias. Cuando Beethoven, viejo, sordo y completamente aislado del mundo, estrenó su novena sinfonía en Viena, no solo fue un éxito para el público congregado, sino que se convirtió en un pequeño escándalo político. El público ovacionó cinco veces al maestro musical, y la policía tuvo que intervenir. El mísmisimo archiduque de Austria solo recibía tres ovaciones y aquello transgredía toda regla de subordinación y respeto al poder. Que un compositor sordo, por genial que fuera, recibiese una ovación más estruendosa de la que, de forma trémula y fría, se ofrecía al emperador, era algo que Johan S., intendente de la policía en el teatro, no podía aceptar y pidió el silencio sin éxito a aquella masa enfervorecida. 

      Lo intentó una vez, ordenando a sus subordinados pidiendo educadamente orden. Después otra vez más, abandonado por sus oficiales al cargo. Finalmente cayó rendido. Pensó por un momento que aquel lugar estaba infectado, como es bien sabido, de conspiradores liberales y críticos con la sagrada regla de los Habsburgo. Pero él mismo acabó por aplaudir, movido por la emoción y por el propio efecto contagiador de la fervorosa masa. Indudablemente, los melómanos convencidos ovacionan mucho más fuerte que los súbditos indiferentes y comprados, en el mejor de los casos, o atemorizados en el peor de ellos. Afortunadamente el emperador de Austria no estaba en la sala. Era el único palco vacío de todo el teatro. 

     Cuando el rumor llegó a oídos del archiduque, pidió el acta policial de lo ocurrido. Johan S., asustado con su propio comportamiento al sumarse a los aplausos, mintió y dijo: "ya sabe su excelencia, los rumores de los exaltados, hacen exagerar la realidad". "Da igual, no habría sido prudente reprimirlos. Bastaba con que usted no aplaudiera." Por supuesto, balbuceó entre dientes Johan S., sin levantar la vista del acta policial. Y así empieza, como ustedes saben, la caída de los poderosos mediocres, con las mentiras piadosas de sus más allegados.  

sábado, 26 de diciembre de 2020

86

 Wttigenstein comentaba que de lo que no se puede hablar, mejor callar y vivirlo (o mostrarlo, en su jerga críptica). Pero para muchos artistas la solución es inversa: de lo que no se ha vivido no se puede hablar y la mejor solución es el silencio.

martes, 22 de diciembre de 2020

85

       Hay algo que no casa bien en la mitología de Tolkien: la alianza entre elfos y hombres. Los hombres no pueden sentirse cercanos a ellos cuando los primeros gozan del regalo de la inmortalidad y los últimos no. Independientemente de que Tolkien disfrace la inmortalidad con la fatiga vital y el cansancio de la existencia mundana, los hombres sentirán celos de ellos. Afortunadamente, existe el relato de la caída de Númenor en la mitología de la Tierra Media que tiende a enmendar este grave error. Los hombres por naturaleza o sienten envidia hacia los inmortales e intentan destruirlos, o al contrario, son gobernados sin miramientos por ellos. Es natural que en la tradición de los apócrifos del Génesis o en el libro de Enoch, los descendientes de los malakim sean perniciosos y acaben luchando contra los hombres mortales, o que en la tradición griega los héroes acaben siendo gobernantes despiadados. No puede ser de otra forma. En el sentido más puramente nietzscheano, los héroes levantan tal envidia que ninguna alianza es posible salvo el odio de los más débiles, y eso es lo que debería ocurrir con los propios elfos de Tolkien.

84

 La esquizofrenia de un profesor de humanidades: fomentar pensamiento alternativo (no me atrevo a decir crítico) en los alumnos sabiendo que eres un engranaje más en el proceso de reproducción de la jerarquía social a través de la escuela (y lo sé, es muy Bourdieu y antisocrático). La esquizofrenia alcanza su límite cuando eres perfectamente consciente de que las habilidades sociales, convenciones y valores que estás transmitiendo son pasajeras y vulnerables. Intuyes que les estemos conduciendo a un engaño manifiesto a los ojos de ese pensamiento alternativo. Entonces te invade la frustración. Pero mejor no tomarse esta idea demasiado en serio y consolarse con las pequeñas proezas de nuestros peones en el campo de batalla.