El 15M se reorganiza, pero ahora debe tener cuidado con eliminar los vicios que lastran muchos movimientos asamblearios: el creerse el ombligo moral del mundo, su epicentro ético. Y es que la superioridad moral que esgrimen sin decirlo conscientemente ni representa a todas las ideas ni a toda la sociedad. En democracia no hay verdades morales absolutas. Hay que reconocer que una parte importante de la sociedad española, aunque con un mismo sentir ante la crisis, no comparte sus opiniones, sus métodos ni sus propuestas.
¿No se puede hacer nada entonces? Yo no lo creo así. Con el 15M nos vienen a la cabeza los grandes movimientos sociales, desde Martin Luther King y su discurso ante la estatua de Lincoln hasta la primavera del mundo árabe de nuestros días. Todos ellos suponían una ruptura del estado del derecho en nombre de reivindicaciones morales innegables. el 15M nació con la frescura de esos movimientos. Pero tampoco hay que pasar por alto los peligros. Las asambleas tienen un algo de club jacobino, de montañeses en plena Revolución Francesa: algo fascinante, porque significa la toma de conciencia política de una generación hasta ahora nihilista, pero que no oculta el hecho de que en un momento determinado no representan el sentir del "pueblo" ni de una "voluntad general", un elemento demasiado abstracto si no pasa por la estadística esterilizante del voto en las urnas.
El trágico fracaso de los jacobinos estriba precisamente en su propio éxito: fue creerse precisamente el espíritu del pueblo lo que les permitió tener suficiente fe en sí mismos para imponer su autoridad frente a los movimientos contrarrevolucionarios y contra la coalición de países extranjeros. Sin jacobinos la revolución no habría sobrevivido y sus frutos tal vez se habrían perdido en la historia. Sin embargo nadie puede negar sus costes: la política que hacía un país entero dependía de los tejemanejes de un club de exhaltados fervorosamente demócratas, pero que llevó a una dictadura abierta. Aquella fe que movía montañas y destruía ejércitos enemigos les cegó y también les hizo creerse dueños últimos de la virtud, y esta no se comparte: o se tiene y se es un héroe o debe ser destruida en la guillotina. La caída de Robespierre marca el fin de las asambleas revolucionarias, también con guillotina por medio, pero de signo político distinto.
Naturalmente aquí no vamos a llegar a las tragedias revolucionarias de hace un par de siglos, tan solo el peligro de desgaste de algo muy valioso. El mismo ascenso imparable que condujo al 15M al respeto de toda la sociedad española les puede llevar a caer en la indiferencia y su disolución no porque dejen de representar valores morales, sino porque aportan demasiadas directrices a seguir por una sociedad que no tiene por qué compartirlas ni admitir un paternalismo que para millones de votantes (naturalmente libertarios y conservadores), resulta insultante.
¿No se puede hacer nada entonces? Yo no lo creo así. Con el 15M nos vienen a la cabeza los grandes movimientos sociales, desde Martin Luther King y su discurso ante la estatua de Lincoln hasta la primavera del mundo árabe de nuestros días. Todos ellos suponían una ruptura del estado del derecho en nombre de reivindicaciones morales innegables. el 15M nació con la frescura de esos movimientos. Pero tampoco hay que pasar por alto los peligros. Las asambleas tienen un algo de club jacobino, de montañeses en plena Revolución Francesa: algo fascinante, porque significa la toma de conciencia política de una generación hasta ahora nihilista, pero que no oculta el hecho de que en un momento determinado no representan el sentir del "pueblo" ni de una "voluntad general", un elemento demasiado abstracto si no pasa por la estadística esterilizante del voto en las urnas.
El trágico fracaso de los jacobinos estriba precisamente en su propio éxito: fue creerse precisamente el espíritu del pueblo lo que les permitió tener suficiente fe en sí mismos para imponer su autoridad frente a los movimientos contrarrevolucionarios y contra la coalición de países extranjeros. Sin jacobinos la revolución no habría sobrevivido y sus frutos tal vez se habrían perdido en la historia. Sin embargo nadie puede negar sus costes: la política que hacía un país entero dependía de los tejemanejes de un club de exhaltados fervorosamente demócratas, pero que llevó a una dictadura abierta. Aquella fe que movía montañas y destruía ejércitos enemigos les cegó y también les hizo creerse dueños últimos de la virtud, y esta no se comparte: o se tiene y se es un héroe o debe ser destruida en la guillotina. La caída de Robespierre marca el fin de las asambleas revolucionarias, también con guillotina por medio, pero de signo político distinto.
Naturalmente aquí no vamos a llegar a las tragedias revolucionarias de hace un par de siglos, tan solo el peligro de desgaste de algo muy valioso. El mismo ascenso imparable que condujo al 15M al respeto de toda la sociedad española les puede llevar a caer en la indiferencia y su disolución no porque dejen de representar valores morales, sino porque aportan demasiadas directrices a seguir por una sociedad que no tiene por qué compartirlas ni admitir un paternalismo que para millones de votantes (naturalmente libertarios y conservadores), resulta insultante.
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