Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

lunes, 30 de marzo de 2009

UN VISTAZO A BRASIL


A menudo digo en clase que para aprender de ética, (es decir, cómo comportarnos con nuestros semejantes) existe una regla de oro, no única, pero sí muy valiosa: viajar. Viajar no solo implica cambiar de ambiente, relajarse y disfrutar placenteramente. Implica ser observador, enfrentarse a nuevas costumbres, y adentrarse en experiencias distintas, desagradables o no para nuestra forma de entender el mundo. Viajar permite ponernos en la piel de los demás. Además, nos permite desarrollar un “tercer ojo”, que nos hace ser más tolerantes y también más solidarios. Parece ser que cuantas más experiencias acumulamos, más humanos y más sensibles nos hacemos ante nuestros semejantes.
Cuando decidimos Inma y yo viajar a Brasil, éramos conscientes que debíamos evitar a toda costa encerrarnos en una paradisíaca fortaleza turística, en la que el contacto con el mundo exterior es casual y nunca deseado. No, teníamos que sumergirnos en el país en la medida de lo posible. Naturalmente esto es casi imposible en una luna de miel y con solo diez días de estancia en un país de tamaño continental, pero al menos lo intentamos.
El rol de turista, sin embargo, es un sambenito imposible de eliminar. Ser blanco tampoco ayuda en Salvador de Bahía, con la totalidad de la población de lejanos orígenes africanos. Así que cuando sales de un taxi, de una cafetería o una tienda, una legión de vendedores de collares, malabaristas, cobradores de fotos, donadores de fitas, conchas o cualquier cachivache inútil te asalta. Si además vas en un grupo de turistas, tú siempre serás el occidental blanco, rico, y ellos, los de las favelas, desempleados, negros y pobres (sin perder nunca una sonrisa, eso sí). Te saludan amablemente, sonríen, conversas, te engatusan, regateas, sales de uno y te metes en otro, y al final, picas. Al contrario que en Europa, la gente les tiene en cierta estima: “Esas personas hacen su trabajo, como tú y como yo, y hay que respetarlos”, nos decía un taxista.
Afortunadamente, el idioma hace un favor, y con el portugués de Inmaculada, la gente ablanda su rol de comerciante asalta-turista y comienza a hablarte en otro tono. Ah, Salvador, la ciudad de la eterna fiesta, te dicen algunos; Brasil, lugar de las favelas, donde convive la droga con la candomblé, la samba y el hip hop dicen otros, y te das cuenta de lo que es Brasil, el temible lugar de la desigualdad y la diversidad. Cuando les preguntas por el problema, unos miran a otro lado y dicen que las cosas no pueden cambiar. Otros dicen que la gente de las favelas es feliz así, mientras no te metas con ellos. Lula Da Silva, populista asqueroso o luchador por los pobres, dependiendo del interlocutor. Azul, verde, amarillo y rojo, dicen los pintores ambulantes de cuadros. Un sacerdote evangelista que trabaja con huérfanos se libera con nosotros hablando del estadio de Maracaná, catedral mundial del fútbol. Y así sucesivamente con cada persona que tienes la posibilidad de entablar conversación, que son muchísimas, porque en Brasil no existen los extraños y la vida se hace en la calle: los españoles somos gélidos europeos en comparación con ellos.
Y una vez oído esto, abres más todavía los ojos. Al lado del barrio colonial, los niños de la calle duermen en la puerta de un hotel donde se celebra una convención de ingenieros en telecomunicaciones. Un colegio privado de lujo está rodeado por alambradas electrificadas y videocámaras. A su alrededor calles estrechas y sin asfaltar conducen a favelas donde no hay agua potable ni la electricidad que alimenta la tensión de las verjas de los privilegiados. Una tanqueta de la policía vigila una entrada peligrosa de la autopista. Desde lo alto de la ciudad, bloques de edificios con piscinas privadas en los áticos se levantan entre chavolas de ladrillo y tejados uralita. Pareces vivir en una paranoica realidad donde el conflicto y la contradicción parece inevitable, a los ojos de un europeo.

Con lo que he dicho, podría parecer que Brasil es un país triste y miserable. Y nada más lejos de la realidad. La alegría y las ganas de vivir se conjugan con la miseria y la ocultan por completo, hasta hacerte creer -de forma tal vez errónea- que la gente no vive tan mal en esas ciudades. Me imagino que el hombre tiene una capacidad de adaptación increíblemente mayor de la que piensa el occidental medio, europeo. La verdad es que no lo sé, y reconozco que es lo que más me desconcertó -y maravilló- de Brasil.

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