Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

martes, 21 de abril de 2009

DEVORADORES DE VERDAD

Cuando leo el periódico a veces me invade un sensación extraña. Uno lee artículos y cae en la cuenta de la trayectoria vital de algunos intelectuales. "Quién le habría visto de joven", pensaba yo al imaginarme gente como Vargas Llosa, Jiménez Losantos, Tamames o incluso el papa Benedicto XVI en sus años mozos. Existe un amplio grupo de personas que su trayectoria ideológica no deja de ser cuanto menos chocante, unos enroques ideológicos pasmosos que no dejan de llamar la atención. No quiero enjuiciar aquí si rectificar no es de sabios, o el derecho que cada individuo tiene de definir una trayectoria personal dependiendo de su experiencia vital. Tampoco se me ocurre llamar a estos personajes arribistas o chaqueteros: no los conozco y en caso de serlo, no llegarían ni a la suela de los zapatos de Talleyrand o nuestro duque de Ripperdá. Lo que me llama la atención poderosamente de estos casos es cómo la arrogancia y la creencia de poseer la verdad absoluta se mantiene a lo largo de sus escritos y sus etapas intelectuales. Es como si reconociendo que han errado una vez, se tornasen incapaces de reconocer que pueden volver a cometer ese mismo fallo. ¿Por qué ocurre esto? Creo que Nietzsche fue el primero en afirmar que los hombres necesitan construirse seguridades a su alrededor para afrontar el vacío de la existencia, sobre todo una vez que dios ha muerto. En cualquier caso, su intuición ha tenido éxito: Giddens repite en nuestros días que necesitamos "seguridad ontológica" y que esa además, es una de las claves para explicar el auge del conservadurismo actual. Es decir, si muere una verdad, tenemos que buscar otra: somos incapaces de permanecer en la cuerda floja del nihilismo o de mantenernos en un estado de duda y búsqueda continua de la certeza. Quiero dejar claro que esa "verdad" no tiene que ver directamente con nuestra filosofía. Como decía en una clase de bachillerato, unos encontrarán la seguridad en una familia, algunos en un destino profesional, muchos en irse de compras y unos pocos… en una creencia política o incluso una filosofía. El problema de esas creencias políticas es cuando estas se vuelven absolutas. No pueden existir entonces verdades a medias: el dogmatismo es lo único válido, porque es lo único que elimina el miedo (el miedo a equivocarse, como decíamos antes). La duda que me queda para los liberales arrepentidos de un pasado socialista es lo que pasará a partir de ahora, en las horas bajas del dios del mercado. ¿Cuánto tiempo tendrán que esperar para encontrar otra certeza absoluta?

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