Hablemos de la contingencia y la globalización. Para ello, tengo ganas de mencionar ahora una de las pequeñas aficiones de mi vida: la yerba mate. Cada mañana necesito una buena dosis de mate para empezar el día, y otra a la tarde, bien amargo. Y cuando digo esto no dejo de sorprender a alguna gente del cono sur que me he encontrado a lo largo de mi vida: “¿cómo siendo español estás tan enganchado a la yerba?”. Y lo que contesto es “¿y por qué crees tú que por ser argentino tienes más derecho que yo a beber mate?”.
Mi relato no es más que una de las múltiples historias de la contingencia en nuestra época globalizada. Descubrí el mate en Galicia, que a su forma, es otra patria chica del mate, por la cantidad de argentinos retornados que viven allí desde la crisis de la inflación. Recuerdo, siendo adolescente, tardes interminables amenizadas con mate y queso en la pequeña aldea de mi familia, holgazaneando en compañía de amigos argentinos. Al principio con azúcar y leche, luego amargo. Desde entonces, el mate se convirtió lentamente en parte de mi propia identidad, y no me abandonó. Todo lo contrario: se iba convirtiendo en una pequeña referencia que se hacía imprescindible en mi vida cotidiana. No entendía ya el desayuno sin la palabra mate. Cuando por fin atravesé el charco y visité Brasil y Paraguay, sentía que una diminuta parte de mí hacía un viaje obligatorio, y cumplía una misión para mí mismo. Ver tomar mate en las calles de Ciudad del Este, tomar un mate frío en Salvador de Bahía, ser convidado a un trago de tereré en Iguazú… no era una mera curiosidad de turista, era casi una necesidad.
Y a lo que iba al principio. Después de siglos en el que el hombre cosmpolita era una especie de mito, mitad aventurero, mitad explorador, siempre perteneciente a un grupo reducido de personas que eran miradas con recelo por el resto de su comunidad, aparece el cosmopolita anónimo. Las comunidades humanas se han abierto. Lazos culturales muy diversos nos atraviesan continuamente, muchas veces de forma inconsciente, desde nuestro trabajo hasta nuestras aficiones más queridas y han hecho que nuestras identidades, nuestro yo, deje de ser homogéneas y fácilmente dirigidas. Ello ha permitido que una palabreja habitualmente no querida por una parte de la filosofía, la contingencia, se haya hecho con un hueco privilegiado en toda la literatura postmoderna, desde la época de los escritos interesantes de Lyotard y Rorty. Lo contingente, lo azaroso, lo que es pero pudo no haber sido, tiene más poder condicionador y determinante que nunca en nuestras pequeñas biografías personales y hace de cualquier individuo un ser complejo en potencia.
Resultado de todo esto: no solo las personas nos hacemos más complejas, sino que trasladamos nuestra complejidad a todo aquello que tocamos: interpretamos objetos ajenos a nuestra cultura que nos rodean y le damos un significado que no se corresponde con el significado de partida (de ahí la extrema sensibilidad que desarrollan las minorías a no ser atacadas culturalmente). Por eso, mi mate nunca podrá ser la visión “pura” de un uruguayo o la de un porteño, o la de Horacio en la Rayuela, pero será igual de válida, aunque me digan que tomo “sopa de mate” por no respetar la forma de cebarlo. El mate es naturalmente, algo inofensivo -hasta que se diga lo contrario- , pero podemos pensar en otros muchos objetos que pueden perder su historia, su nacimiento y su interpretación primigenia, y hacerse drásticamente peligrosos. Hay quien dice que la peor desgracia que le ha ocurrido a África ha sido encontrarse con el AK-47, porque no supieron entender el alcance que implicaba esa tecnología de destrucción humana.
Mi relato no es más que una de las múltiples historias de la contingencia en nuestra época globalizada. Descubrí el mate en Galicia, que a su forma, es otra patria chica del mate, por la cantidad de argentinos retornados que viven allí desde la crisis de la inflación. Recuerdo, siendo adolescente, tardes interminables amenizadas con mate y queso en la pequeña aldea de mi familia, holgazaneando en compañía de amigos argentinos. Al principio con azúcar y leche, luego amargo. Desde entonces, el mate se convirtió lentamente en parte de mi propia identidad, y no me abandonó. Todo lo contrario: se iba convirtiendo en una pequeña referencia que se hacía imprescindible en mi vida cotidiana. No entendía ya el desayuno sin la palabra mate. Cuando por fin atravesé el charco y visité Brasil y Paraguay, sentía que una diminuta parte de mí hacía un viaje obligatorio, y cumplía una misión para mí mismo. Ver tomar mate en las calles de Ciudad del Este, tomar un mate frío en Salvador de Bahía, ser convidado a un trago de tereré en Iguazú… no era una mera curiosidad de turista, era casi una necesidad.
Y a lo que iba al principio. Después de siglos en el que el hombre cosmpolita era una especie de mito, mitad aventurero, mitad explorador, siempre perteneciente a un grupo reducido de personas que eran miradas con recelo por el resto de su comunidad, aparece el cosmopolita anónimo. Las comunidades humanas se han abierto. Lazos culturales muy diversos nos atraviesan continuamente, muchas veces de forma inconsciente, desde nuestro trabajo hasta nuestras aficiones más queridas y han hecho que nuestras identidades, nuestro yo, deje de ser homogéneas y fácilmente dirigidas. Ello ha permitido que una palabreja habitualmente no querida por una parte de la filosofía, la contingencia, se haya hecho con un hueco privilegiado en toda la literatura postmoderna, desde la época de los escritos interesantes de Lyotard y Rorty. Lo contingente, lo azaroso, lo que es pero pudo no haber sido, tiene más poder condicionador y determinante que nunca en nuestras pequeñas biografías personales y hace de cualquier individuo un ser complejo en potencia.
Resultado de todo esto: no solo las personas nos hacemos más complejas, sino que trasladamos nuestra complejidad a todo aquello que tocamos: interpretamos objetos ajenos a nuestra cultura que nos rodean y le damos un significado que no se corresponde con el significado de partida (de ahí la extrema sensibilidad que desarrollan las minorías a no ser atacadas culturalmente). Por eso, mi mate nunca podrá ser la visión “pura” de un uruguayo o la de un porteño, o la de Horacio en la Rayuela, pero será igual de válida, aunque me digan que tomo “sopa de mate” por no respetar la forma de cebarlo. El mate es naturalmente, algo inofensivo -hasta que se diga lo contrario- , pero podemos pensar en otros muchos objetos que pueden perder su historia, su nacimiento y su interpretación primigenia, y hacerse drásticamente peligrosos. Hay quien dice que la peor desgracia que le ha ocurrido a África ha sido encontrarse con el AK-47, porque no supieron entender el alcance que implicaba esa tecnología de destrucción humana.
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