Hablaba hace tiempo sobre los adultos emergentes: ahora he tenido la ocasión de ser uno de ellos. Después de más de quince años (uno le echa aproximadamente) volví a hacer botellón en las ferias de la ciudad. A traición, y sin quererlo ni beberlo, me vi agarrando bolsas de hielos y cocacola, saliendo de las calles de la feria y colocándonos estratégicamente en un aparcamiento oscuro.
“Me voy al baño, les dije sonriendo.
Me adentro en la llanura, auténtica estepa inmensa y reseca. Una nube de polvo proyectaba la luz de la feria en los descampados de alrededor y dejaba entrever una luna parda, sucia. Me quedo contemplando la lucecilla de un satélite que atraviesa Cáceres desapercibidamente. De pronto el rayo de una tormenta lejana rasga el horizonte y produce un destello. Ojalá estuviera lloviendo aquí.
Y a mis espaldas, el botellón.
Cuando retorné a la civilización me tuve que plantear con treinta y pico años, qué narices hacía yo allí, con un vaso de coca cola, en la oscuridad vampírica, entre coches recalentados, adolescentes con ropa ligera, equipos de música tuneados y polvo que se te cuela por las narices y te hace sangrar al día siguiente. Y para mayor desgracia, sin cerveza. Esa pregunta, sin embargo, no debía hacérsela mucha gente, dada la edad de los que levantaban su maceta por allí.
No quiero despotricar aquí en contra del botellón. Supongo que los adolescentes encuentran en él su sitio en el mundo, libres de los adultos, de sus casas y haciendo lo que desean, vistiendo como quieren, comunicándose como pueden y bebiendo como modo de diversión. En definitiva, una forma de estar en el mundo como otra cualquiera en esa edad. Pero lo que pensaba que se quedaba aparcado tras la edad universitaria, observo estupefacto que se mantiene por generaciones.
Un conocido de Salamanca, que tampoco adoraba aquella situación, buscaba razones sociológicas: poco poder adquisitivo, vivir en las casas paternas, buen tiempo, cultura de botellón, escaso nivel cultural… Pero en este caso nos encontrábamos con varios funcionarios y gente bien entre los que estaban bebiendo con nosotros. “La gente en Cáceres no conoce otra cosa”, dijo Inma, y yo daba gracias a los dioses de haberme concedido doce años fuera de esta pequeña Vetusta, rincón del universo donde el tiempo parece detenerse hasta el más infinito aborrecimiento.
El caso es que con el botellón, parece que ocurre lo mismo que con la playstation: a los chavales de treinta años (y más) se nos quedan pegados los dedos a los mandos de la play o a la maceta de un botellón. Negarse a cambiar, seguir manteniendo la ilusión de ser jóvenes hasta los cuarenta: esa es la divisa de nuestra generación, hasta que el esperpento acabe de la peor forma posible.
“Me voy al baño, les dije sonriendo.
Me adentro en la llanura, auténtica estepa inmensa y reseca. Una nube de polvo proyectaba la luz de la feria en los descampados de alrededor y dejaba entrever una luna parda, sucia. Me quedo contemplando la lucecilla de un satélite que atraviesa Cáceres desapercibidamente. De pronto el rayo de una tormenta lejana rasga el horizonte y produce un destello. Ojalá estuviera lloviendo aquí.
Y a mis espaldas, el botellón.
Cuando retorné a la civilización me tuve que plantear con treinta y pico años, qué narices hacía yo allí, con un vaso de coca cola, en la oscuridad vampírica, entre coches recalentados, adolescentes con ropa ligera, equipos de música tuneados y polvo que se te cuela por las narices y te hace sangrar al día siguiente. Y para mayor desgracia, sin cerveza. Esa pregunta, sin embargo, no debía hacérsela mucha gente, dada la edad de los que levantaban su maceta por allí.
No quiero despotricar aquí en contra del botellón. Supongo que los adolescentes encuentran en él su sitio en el mundo, libres de los adultos, de sus casas y haciendo lo que desean, vistiendo como quieren, comunicándose como pueden y bebiendo como modo de diversión. En definitiva, una forma de estar en el mundo como otra cualquiera en esa edad. Pero lo que pensaba que se quedaba aparcado tras la edad universitaria, observo estupefacto que se mantiene por generaciones.
Un conocido de Salamanca, que tampoco adoraba aquella situación, buscaba razones sociológicas: poco poder adquisitivo, vivir en las casas paternas, buen tiempo, cultura de botellón, escaso nivel cultural… Pero en este caso nos encontrábamos con varios funcionarios y gente bien entre los que estaban bebiendo con nosotros. “La gente en Cáceres no conoce otra cosa”, dijo Inma, y yo daba gracias a los dioses de haberme concedido doce años fuera de esta pequeña Vetusta, rincón del universo donde el tiempo parece detenerse hasta el más infinito aborrecimiento.
El caso es que con el botellón, parece que ocurre lo mismo que con la playstation: a los chavales de treinta años (y más) se nos quedan pegados los dedos a los mandos de la play o a la maceta de un botellón. Negarse a cambiar, seguir manteniendo la ilusión de ser jóvenes hasta los cuarenta: esa es la divisa de nuestra generación, hasta que el esperpento acabe de la peor forma posible.
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