Una confrontación viciosa que encontramos a menudo en el diálogo entre religión y cultura lo suelen constituir las personalidades ganadas para la causa santa de la religión o del ateísmo (tanto da). Quién no se ha encontrado alguna vez en los periódicos intentos de desmitificar una figura religiosa, haciendo hincapié en sus contradicciones con el credo que decía promulgar. O, por el contrario, quién no ha oído alguna vez que el bando de los cristianos suma una oveja descarriada que en el último momento parece darse cuenta del error consumado a lo largo de su vida. La controversia aquí puede ser infinita y alcanzar un estado de necedad tal que nos hace retornar a un estado del saber en el que el argumento de autoridad (quién defiende una cosa y quién no) se convierte en la evidencia máxima de la verdad sobre algo.
Un autor al que no se le ha dejado en paz desde prácticamente su muerte ha sido Charles Darwin. Desde nuestro discreto punto de vista, esta persona nos parece un auténtico genio científico: perfilar una teoría tan elaborada para explicar las más básicas leyes de la naturaleza, basándose en evidencias sueltas de la geología y la biología comparada, no es una labor fácil se mire por donde se mire. Pero de la misma forma que este hombre de barbas blancas se convirtió en un gigante científico, supo actuar con humildad exquisita en el campo de la filosofía y la teología. Un gran científico no tiene por qué ser un filósofo brillante; más bien corre el riesgo de hacer el ridículo en ese campo, al creer que ambas disciplinas se pueden equiparar sin problemas conceptuales.
Que Darwin dudara y pusiera en puntos suspensivos sus creencias religiosas no se puede poner en cuestión en la actualidad. Su autobiografía lo deja bien claro, y en determinados apartados de otras obras también apunta a dicha cuestión. Ahora bien, el hecho que viera dificultades crecientes para cuadrar su teoría de la evolución con un panorama teísta, no hacía que redujera la cuestión religiosa a una respuesta puramente científica. Nos podríamos preguntar si esto era eludir el problema (e intentar no romper las tensiones religiosas de una sociedad victoriana), o si Darwin era plenamente sincero en esa declaración de incompetencia científica para resolver la cuestión de Dios. Posiblemente, no lo sabremos nunca: el secreto se ha ido con él a la tumba y solo nos quedan sus escritos biográficos.
Frente a esto, Richard Dawkins lo tiene muy claro: de haber nacido en nuestros días, Darwin habría abrazado el ateísmo. Al menos este último profesa bastante más prudencia que el primero en sus juicios filosóficos y religiosos. Tiendo a creer que Darwin tenía razones personales para no depositar esperanzas en un dios revelado. Su racionalidad por un lado, y sus experiencias vitales por otro, no le permitirían acercarse a esa solución. Cuando Darwin filosofa utiliza un lenguaje simple y muy básico, pero que deja traslucir muy bien sus experiencias personales y su sentido común. Le repugna el castigo divino por una simple falta o un error en la creencia religiosa, no entiende la existencia del mal en el mundo, y por supuesto, no ve la necesidad de una mano ordenadora de la naturaleza. Comprende la visión consoladora de la religión para una viuda, o la imponente belleza de las selvas sudamericanas, pero eso no le conduce a la creencia. Al menos, tuvo la claridad suficiente para no hacer de una experiencia personal y una teoría científica, un juicio categórico sobre la religión.