Lo confieso. Vuelvo a recaer en mis vicios personales y otra vez me zambullo en las lecturas evasivas sobre el imperio romano y sus dirigentes. Aunque a mi favor tengo que decir que no he sido el único en caer hechizado con estos libros: desde Robert Graves a Marguerite Yourcenar pasando por Asimov y George Lucas, y sin olvidar los dramas de Shakespeare, el imperio romano ha sido una referencia universal, hasta el punto que seguimos dedicando los meses del año a sus más brillantes representantes. El poder y la libertad de los emperadores ha inspirado mucha más atención que todos los monarcas absolutos de la historia europea o asiática, sometidos a encorsetamientos culturales que hacían inútil su autoridad.
.
La fuerza de este poder libre de toda autoridad era tal que hacía que el carácter y la psicología de cada emperador se proyectase sobre toda la ciudad de Roma, hasta el punto que resultaría muy fácil dar lecciones morales siguiendo el ejemplo de cada dirigente. Si seguimos los tópicos al uso dados por Suetonio y todas las fuentes y recreaciones posteriores, Tiberio representando la desconfianza, Nerón la adulación, Julio César la ambición y así otros muchos. Calígula ha inspirado dramas existencialistas y películas pornográficas, Claudio, intrigas palaciegas, Adriano, Marco Aurelio o Juliano, recreaciones ilustradas. No resulta difícil de creer tantos comportamientos irracionales, si el ejercicio de poder y el peso de la responsabilidad acababan destruyendo a los buenos gobernantes. No hay que olvidar que aquellos que escriben no suelen ser favorables al bando imperial, y que por supuesto, no suelen hablar del buen o mal funcionamiento del imperio. Pues bien, a pesar de la mala prensa que dan las propias fuentes romanas para muchos de sus dirigentes, por qué el imperio se convirtió en referente universal?
.
La fuerza de este poder libre de toda autoridad era tal que hacía que el carácter y la psicología de cada emperador se proyectase sobre toda la ciudad de Roma, hasta el punto que resultaría muy fácil dar lecciones morales siguiendo el ejemplo de cada dirigente. Si seguimos los tópicos al uso dados por Suetonio y todas las fuentes y recreaciones posteriores, Tiberio representando la desconfianza, Nerón la adulación, Julio César la ambición y así otros muchos. Calígula ha inspirado dramas existencialistas y películas pornográficas, Claudio, intrigas palaciegas, Adriano, Marco Aurelio o Juliano, recreaciones ilustradas. No resulta difícil de creer tantos comportamientos irracionales, si el ejercicio de poder y el peso de la responsabilidad acababan destruyendo a los buenos gobernantes. No hay que olvidar que aquellos que escriben no suelen ser favorables al bando imperial, y que por supuesto, no suelen hablar del buen o mal funcionamiento del imperio. Pues bien, a pesar de la mala prensa que dan las propias fuentes romanas para muchos de sus dirigentes, por qué el imperio se convirtió en referente universal?
La pregunta de carácter político que tenemos que hacernos es la razón de ese auge de la idea imperial. En el ámbito político, el recuerdo del imperio ha tenido una vigencia aún más importante que la propia idea de la democracia. De hecho el imperio romano es el referente histórico que explica el descrédito de cualquier idea democrática durante más de un milenio. El argumento lo dejaba bien claro Santo Tomás mucho tiempo después de la caída de los emperadores de occidente: en todo gobierno siempre es mejor el gobierno de uno que el de varios, pues este último contiene la semilla de la discordia, cosa ya dicha por Aristóteles, Séneca y demás legitimadores autoritarios. Esto hacía referencia indudablemente a los tumultosos tiempos de la república oligárquica, y a los fracasados triunviratos. Desde esa época, la importancia de la unidad en el gobierno ha sido algo fundamental para su gobernabilidad.
Comparativamente, la democracia ha sido una forma aislada de gobierno, reducida sobre todo a centros de decisión locales y sin superar el marco urbano hasta el siglo XIX. Pensemos por ejemplo que Rousseau entendía la democracia como forma adecuada de gobierno para un país como Suiza, y que Tocqueville se extrañaba con la idea de una democracia de tamaño monstruoso como la americana, pero al mismo tiempo tan descentralizada. Para Europa, la historia de la edad moderna y contemporánea es la construcción de un estado fuerte cuyos límites físicos se van haciendo cada vez más y más amplios. La racionalidad del estado va ganando más y más terreno en nuestras vidas privadas, modelando nuestras propias identidades y costumbres.
Y lo cierto es que esta experiencia histórica del Imperio Romano se ha visto confirmada una y otra vez en sucesivas formas de poder hasta nuestros días. La configuración de los más grandes estados nacionales han pasado por momentos equiparables a los de la república romana. Estados Unidos vivió desde sus orígenes hasta la guerra civil la tensión de oligarquías enfrentadas que amenazaban con quebrar el país. Desde sus inicios, los padres fundadores -Jefferson y Hamilton sobre todo- estuvieron discutiendo el modelo de estado para un país enorme, nuevo y desconocido en la historia hasta ese momento y tenían que hacer una opción radical: un estado federal fuerte o un estado descentralizado, arcádico, basado en pequeñas fuentes de poder político. Al final, las tensiones separatistas obligaron a una guerra civil y a un reforzamiento de ese poder federal.
Europa está en un trance similar, y la democracia no parece aliada a la creación europea: en las últimas votaciones siempre ha primado más los problemas caseros que una auténtica visión de conjunto. Más bien al contrario, el gobierno europeo toma forma y cobra impulso en momentos desesperados de crisis, y muchas veces de manera completamente autoritaria, por parte de unas élites o de los países más fuertes. Alemania está dictando unas políticas económicas estrictas y rigurosas para todos los países en crisis, sin importar demasiado si esas medidas van a hacer perpetuar la crisis más de lo debido.
Parece ser por tanto que el gran tamaño no casa bien con los gobiernos democráticos o compartidos, al menos en los primeros momentos de su fundación. Consecuencia de esto: en la búsqueda del bien común de la casa Europa, quizás es mejor no seguir la senda de Rousseau y sí la del imperio, para después recuperar la democracia.
Comparativamente, la democracia ha sido una forma aislada de gobierno, reducida sobre todo a centros de decisión locales y sin superar el marco urbano hasta el siglo XIX. Pensemos por ejemplo que Rousseau entendía la democracia como forma adecuada de gobierno para un país como Suiza, y que Tocqueville se extrañaba con la idea de una democracia de tamaño monstruoso como la americana, pero al mismo tiempo tan descentralizada. Para Europa, la historia de la edad moderna y contemporánea es la construcción de un estado fuerte cuyos límites físicos se van haciendo cada vez más y más amplios. La racionalidad del estado va ganando más y más terreno en nuestras vidas privadas, modelando nuestras propias identidades y costumbres.
Y lo cierto es que esta experiencia histórica del Imperio Romano se ha visto confirmada una y otra vez en sucesivas formas de poder hasta nuestros días. La configuración de los más grandes estados nacionales han pasado por momentos equiparables a los de la república romana. Estados Unidos vivió desde sus orígenes hasta la guerra civil la tensión de oligarquías enfrentadas que amenazaban con quebrar el país. Desde sus inicios, los padres fundadores -Jefferson y Hamilton sobre todo- estuvieron discutiendo el modelo de estado para un país enorme, nuevo y desconocido en la historia hasta ese momento y tenían que hacer una opción radical: un estado federal fuerte o un estado descentralizado, arcádico, basado en pequeñas fuentes de poder político. Al final, las tensiones separatistas obligaron a una guerra civil y a un reforzamiento de ese poder federal.
Europa está en un trance similar, y la democracia no parece aliada a la creación europea: en las últimas votaciones siempre ha primado más los problemas caseros que una auténtica visión de conjunto. Más bien al contrario, el gobierno europeo toma forma y cobra impulso en momentos desesperados de crisis, y muchas veces de manera completamente autoritaria, por parte de unas élites o de los países más fuertes. Alemania está dictando unas políticas económicas estrictas y rigurosas para todos los países en crisis, sin importar demasiado si esas medidas van a hacer perpetuar la crisis más de lo debido.
Parece ser por tanto que el gran tamaño no casa bien con los gobiernos democráticos o compartidos, al menos en los primeros momentos de su fundación. Consecuencia de esto: en la búsqueda del bien común de la casa Europa, quizás es mejor no seguir la senda de Rousseau y sí la del imperio, para después recuperar la democracia.