En nuestro mundo de la Eterna Insatisfacción, el más común de los mortales sueña con encarnar decenas de fantásticos roles. Muchos suspiran por alcanzar los millones de Florentino Pérez, por besar los labios de Angelina Jolie, sentir la lujuria cutre de Paris Hilton, pero también otras más alternativas, como dar la vuelta al mundo en una moto como hizo Ewan McGregor, tener un año sabático para escribir un libro como Dan Brown, o sentir la arrogancia y el poder de echar una etnia de un país como Sarkoszy. Cada cual tiene unas cuantas aspiraciones imposibles a las que engancharnos cada vez que nos conectamos a Internet o la televisión., y eso es lo que mueve el eterno descontento. ¿Cómo contentarnos con la rutinaria vida que llevamos los comunes, cuando vemos el continuo desfile de hedonismo y de placeres materiales y espirituales tras las pantallas? “Buda tenía razón”, me decía el maestro Tiburcio, “el deseo es el peor enemigo de la felicidad del hombre”. Pero la insatisfacción mueve el capitalismo, y los deseos imposibles son la mejor receta para el crecimiento económico. Ante este tipo de insatisfacciones y depresiones, muchos optamos por tirar de la tarjeta, perdernos en las tiendas, gastarnos el sueldo y así abrir el virtuoso ciclo económico. El consumo es el mejor analgésico contra una depresión de este tipo. Bien lo saben los psicólogos y economistas al uso.
Pero en fin, yo no quería hablar hoy de estas cosas tan conocidas por todos. Yo quería hablarles de algo más personal, mi deseo insatisfecho, que cada vez que nos hacemos más viejos, se va haciendo más lejano y nebuloso. Yo quise ser vaca sagrada. No me refiero a las vacas sagradas de la India -si la reencarnación existe, tal vez aspire a ellas-,sino esas vacas sagradas que se mueven entre los despachos de una floreciente universidad o de un mediático think tank, o tras el micrófono de una tertulia radiofónica. Así, figuras quizás calvas, orondas, enanas, algo encorvadas de su trabajo intelectual, pero que una vez que hablan o escriben ¡oh Dioses!, nos trasladan a las puertas del Paraíso.
Hay muchos tipos de poder que encierran otros tantos tipos de dominio o encandilamiento: el poder corporal, erótico, artístico, económico, político, religioso y un largo etcétera. Las vacas sagradas encarnan el talento intelectual. Pero no basta solo eso: han tenido el sexto sentido de la oportunidad, el sacrificio, la suerte o también el dinero necesario para llegar a la cima (respecto al talento, cuantos más blogs leo, más pienso que hay virtuosos de la escritura por todas partes). Pues bien, yo quisiera el poder de la palabra escrita para mí solito. Entiéndanme, me gustaría ser una de esas vacas sagradas que basta con escribir una línea en mi ordenador sobre cualquier cosa de la que no tuviera ni idea, y una editorial ya propusiera publicarla.
Y ya puestos a elegir, me gustaría ser vaca sagrada francesa. La intelectualidad gabacha sabe mucho de esto: después de la herencia del mediático Sartre y los estructuralistas, la postmodernidad abrió la puerta a todo tipo de desbarre. Muchos libros escritos por la postmodernidad ochentera y fecunda de los Foucault, Bourdieau, Lyotard, Baudrillard (que alguien ya acertadamente llamaba bodriollard ), Steiner, Derrida, Deleuze y otros tantos que se quedan en el tintero, se han publicado con el título de vaca sagrada escrita en invisible tinta de limón. Vaca sagrada, éxito editorial y venta segura. No cuenta demasiado lo que vaya dentro: la postmodernidad permitía cualquier exceso filosófico. Poco importaba si el libro de turno de Derrida era un galimatías ininteligible, o si el de Baudrillard decía cosas insustanciales y repetidas cien veces. La evocación del nombre traía la magia necesaria, como si de un conjuro medieval se tratara.
No voy a decir que todo se lo queden los franceses: nosotros hemos tenido una de las vacas sagradas más orondas, panzudas y omniabarcantes que jamás existieron: Ortega y Gasset. Ortega podía hablar de bicicletas y de micrófonos, como de Leibniz o el Imperio Romano. Todo cabía en su abierto esquema filosófico. Ni el franquismo truncó su carrera meteórica. Unos años después de la guerra, nuestro filósofo se tragó su disgusto con el dictador, y regresó a Madrid para hablar de toros y cosas semejantes.
Pero qué le vamos a hacer. Ni soy una vaca, ni seré sagrada, ni tampoco francés. Me contentaré con escribir unas pocas líneas en el ordenador y publicarlas en un blog, que es, a su forma, una buena salida a todo tipo de insatisfacción intelectual. No hay tiempo para más, ni posiblemente talento, qué se le va a hacer.