Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

viernes, 3 de diciembre de 2010

RECUERDOS POSTMODERNOS (II)

Una abuela lisboeta contempla el trasiego urbano
(noviembre 2010).
Nos preguntábamos en el post anterior si los filósofos postmodernos se pueden sentir identificados con los trilobites o la fauna ediacarense. Y es que el tiempo no parece detenerse ante nadie. Naturalmente nadie va a luchar ya por etiquetas ochenteras, aunque no hayan perdido su significado en nuestros días (más bien lo contrario). Lo que se considera más enojoso de la cuestión es afrontar la dura realidad es que el tiempo petrifica, como bien intuía Nietzsche, cualquier rabiosa destrucción filosófica (y podríamos decir aquí cualquier lucha antisistema, cualquier conflicto humano). La verdad escrita siempre tiene al tiempo de su parte para poner las cosas en su sitio y colocar en el banco de los culpables a los propios acusadores filosóficos. Eso lo sabemos bien los hijos de la postmodernidad, hoy envejecidos, que tuvimos que enfrentarnos a la pregunta incómoda de: "bueno, y ahora qué hacemos".
Las respuestas de nuestras vacas sagradas fueron varias. Muchos optaron por seguir publicando, mareando la perdiz, como los remakes de las películas americanas, los reagrupamientos de viejas glorias musicales y cosas similares, y como ya habían hecho en su vida gente como Foucault. Las obligaciones académicas exigen que siga el entretenimiento todo el tiempo posible. El silencio desde la época de Wittgenstein está desterrado (quizás solo los hijos de aristócratas industriales tienen la solvencia para hacerlo). Y así acabaron Richard Rorty o Jacques Derrida: publicando hasta su muerte apéndices de sus obras magnas. Otros supervivientes optaron por el regreso a la praxis, y ahí nos encontramos a Gianni Vattimo, en el que se van sucediendo las etiquetas de pertenencia a unas y otras creencias, siempre en la estela de la izquierda, durante los años de su militancia política.  El movimiento y la fugacidad, en definitiva, marca las ideas humanas y a uno no le queda otra que adaptarse al porvenir de los tiempos, como hacía el perrito de los estoicos ante el fatum universal. No somos nadie.

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