Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

martes, 21 de abril de 2020

22

Ayer por la noche vinieron a mi cabeza los muros del  Paraíso. A diferencia de lo que nos dice la Biblia, Dios no echó al hombre del Paraíso. Lo abandonó él. Dejó de cuidarnos. Sus sólidos muros de argamasa y mampostería se fueron llenando de musgo y liquen. Las enredaderas treparon sobre sus muros blancos y con rapidez pasmosa lo fueron desmigajando, abriendo yagas en su superficie lisa, dejando la piedra al descubierto y haciéndola caer. Poco a poco se iría desmoronando, y con él, entrarían todas las plagas que hasta ese momento habían quedado fuera, en las estepas salvajes, esperando ser pacificadas. El Paraíso se hizo mundano y perdió su esencia divina. Y solo quedaron tapias partidas y quebradas de muros viejos, unas pobres ruinas, de lo que había sido el Cuidado de Dios. 
Estos muros no son imaginarios. Son los del Parque del Príncipe cuando tenía diez años; era entonces casi una huerta asilvestrada, un parque deshecho, infectado entonces por drogadictos, basura y hasta algún rebaño de ovejas, pero era mi propio paraíso. Y llega un momento en que toda persona lo pierde.

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