Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

jueves, 9 de abril de 2020

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Hay quien se queja del carácter inhumano de los gobiernos ante la actual crisis. Son indiferentes ante el dolor de los individuos, las muertes son meras estadísticas que preocupan solo por su impacto en la política, y casi podría alguno hasta afirmar que se ríen de los muertos. Pero independientemente de lo que pensemos de un gobernante o de otro, nos falta detenernos un instante y mirar hacia atrás para conocer realmente el alcance de esta actual respuesta. Es la primera vez en la historia mundial en la que se movilizan -o mejor se detienen- todos los recursos económicos de un país solo para frenar una enfermedad incierta con la intención de salvar al sector más vulnerable e inútil en términos productivos de la misma, la tercera edad. Pensemos que en realidad lo que nuestra especie ha hecho hasta el día de hoy ante situaciones como esta, ha sido dejar morir a los enfermos, echar un responso al cielo o al infierno y quemar los muertos cuanto antes. El cambio es aparentemente esperanzador, pero las consecuencias de este giro, imprevisibles e inquietantes. Tal vez, tras este canto del cisne de la empatía y la dignidad del individuo, triunfe el transhumanismo más frío, calculador y distante, si la factura a pagar en los próximos años se hace demasiado alta para la próxima generación.

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