Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

lunes, 18 de mayo de 2020

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Caceroladas en Cánovas, como en otros muchos sitios del país. Gente con banderas de España a sus espaldas. No son más de un centenar, pero son ruidosos, y se les oye desde bastante lejos, aunque no consigo escuchar ningún mensaje concreto más allá del ruido metálico de las sartenes. Inconscientemente busco otros distintivos que me permita definirlos mejor pero no los encuentro. Las mascarillas tapan la expresión de sus rostros, pero los hacen más subversivos y revolucionarios; recuerdan fugazmente a los chalecos amarillos o los independistas tan odiados.
Ahora estoy delante del teclado sin saber muy bien qué pensar sobre ellos. Ciertamente inquieta ver cómo se apropian de la bandera para su propia causa, y me pregunto si me aceptarían como miembro de su exquisito colectivo si les confesase que los toros o la caza me parecen una aberración cultural, que mi bebida favorita es el mate argentino o les sugiriese que es tal vez sea prematuro exigir responsabilidades jurídicas a cualquier estado cuando desconocemos tantas cosas sobre esta crisis. Pero supongo que estos serán mis propios prejuicios cosmopolitas hacia esa ideología del terruño patriótico. En cualquier caso ahí están, mostrando su derecho a la disconformidad y a la libertad de expresión, cuando esta se hace más contagiosa y necesaria. 

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