Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

lunes, 3 de agosto de 2020

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    Me entran ganas de comprender estas líneas como comentarios postliberales. Y es que sigo traicionándome cada vez que hablo de política con gente liberal -individuos profesionalmente competentes, acomodados y que se han hecho a ellos mismos con su esfuerzo o su espíritu emprendedor y gracias también al apoyo de sus familias de procedencia-, cuando hablo sobre el estado. Mi pesimismo me puede, y hablo de la muerte del liberalismo. Se me tilda entonces de socialdemócrata, comunista, populista o fascista -depende con quién hable- pero la verdad es que mi postura va más allá de esas simples etiquetas ideológicas.

    Si hablo del estado, hablo de la necesidad imperiosa de que ese estado vuelva otra vez a ser el epicentro de la civilización, porque el libre mercado no puede cumplir ese papel (y la sociedad civil tampoco).  No significa que optemos por una política económica más liberal o más estatalista. Eso es algo mucho más trivial: se le puede conceder al mercado un círculo de influencia muy importante, pero ya no el más importante, el definitorio de una cultura, como intentó proponer la globalización. Es decir, existe hoy la necesidad más imperiosa que nunca, de un árbitro que no solo da unas reglas al mercado para que este funcione de forma eficaz, sino que marque en el futuro hasta dónde llega el mercado y dónde queda excluido como fuerza definitoria del la vida humana.

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