En un melancólico episodio de La Comunidad del Anillo, el elfo Legolas evoca con nostalgia Eregion, vieja tierra élfica desaparecida en las guerras antiguas. Nada queda de su mundo. Ningún morador vive ya en la tierra media y sus historias están olvidadas. "Solo escucho el lamento de las piedras: cavaron profundamamente en nosotras, hermosamente nos pulieron, y altos nos construyeron, pero se han ido. Se han ido. Hace mucho tiempo que buscaron los puertos y desaparecieron". Legolas nunca conoció aquel pueblo, enigmático para él, pero todavía el silencio y las piedras los cantan y endulzan su memoria. No es difícil suponer que Tolkien sintiese la misma sensación en cada viejo rincón de su campiña inglesa, atenazada por la modernidad y en trance de desaparición ante el empuje de carreteras y ciudades.
Ahora la Creadora y el Hacedor nos regalan una templada tarde de noviembre. Cogí mi bicicleta y pedaleé hasta la dehesa del Junquillo. En un lugar poco conocido, sobre la terraza natural de una suave colina poblada de encinas, evocaba con la misma nostalgia élfica un pasado lejano. Unas cuantas tégulas romanas afloran entre la hierba. Algún que otro gran sillar labrado de granito asoma a la superficie. Incluso el fragmento de un antiquísimo muro, reducido apenas a su argamasa interna, se levanta todavía a un metro de altura, retando el tiempo y a un gran tronco caído sobre él. Es fácil volar en el tiempo e imaginar los tiempos de una ciudad reducida a sus murallas abandonadas y unos pocos edificios caídos, y con villas aisladas sobreviviendo en los alrededores. Es fácil imaginar la dureza de los veranos y el frío del invierno, las malas cosechas, el asedio de las invasiones y el paulatino abandono de sus moradores, en algún punto de la historia de invasiones medievales. Después llegaría el vacío, pero los campos nunca dejaron de roturarse. La villa fue devorada por la hierba y hoy sus tejas y ladrillos se hunden bajo las raíces de las encinas. En tiempos modernos, se construyó en las cercanías una casa para pastores. Pero el tiempo no perdona nada. Ahora la vieja casa de pastores también ha sido devorada, y la basura se acumula en su interior y los graffitis ensucian la cal de sus muros. La nostalgia se siente, incluso entre la inmundicia.
Para la inmensa mayoría de la gente, no son más que unas pocas piedras desgastadas en el silencio de la dehesa. Y sin embargo, siguen cantando con fuerza a los que sabemos invocarlas.