Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

martes, 19 de enero de 2010

CUANDO LA LUZ SE APAGA LENTAMENTE...

La luz se apaga lentamente. Nuestra vida se nos escapa de las manos con el ritmo de un reloj de arena obstruido que deja caer poco a poco los últimos granos, y con ello, hay que revisar el problema. Nos replanteamos el tema de la muerte digna y consecuentemente su opuesto, la vida digna. Repasando en una monografía la instauración paulatina de la eutanasia en las leyes de Holanda (país al que vitalmente me siento muy unido), me llamaba la atención como el principio moral fundamental en el que se basaba dicho derecho había variado enormemente desde el año 1993 en el que se impuso dicho derecho. En un primer momento, el derecho a la muerte digna se había esgrimido como una parte más de los derechos del individuo a decidir por su propia vida. Se entendía la autonomía personal como valor absoluto que puede atentar contra la fuente de esa misma autonomía. Se consideraba, como objeción, el respeto a la vida y precisamente la intromisión de terceros (el médico, en una eutanasia activa; la comunidad que rodea al enfermo, que quizás considera que la vida del enfermo sí tiene significado para ellos). Pero los tiempos han cambiado. La propia legislación holandesa abandonó el principio de autonomía y lo sustituyó por el criterio más utilitarista de eliminación del sufrimiento.

Tradicionalmente, los objetores a la eutanasia defendían la necesidad de defender el principio de la vida y aceptar el sufrimiento. Sin embargo, nuestra sociedad ha transformado el contenido de estos términos. La eutanasia se convierte así en un problema de nuestra época tecnológica, no de tiempos pasados, más basados en la asistencia al suicidio voluntario.
La razón es simple: la medicina está llevando nuestra existencia a prolongaciones absurdas que van mucho más allá de lo que sería un orden natural de la vida humana. En su pretensión de ofrecernos una mejor calidad de vida, la ha llevado a una perpetuación material de la misma, meramente cronológica. Importa que vivamos más, no importa cómo. Poco tienen que ver con el cumplimiento de las funciones básicas del ser humano. Si nos retrotraemos al viejo Aristóteles, la vida humana se explica por los fines que la orientan, en concreto, la felicidad. Una imposibilidad absoluta de conseguir autónomamente dichos fines, reduce considerablemente la definición de vida humana.

Los avances tecnológicos están quebrando el orden natural de la vida y de la muerte y se adentran en un terreno de arenas movedizas, de vida asistencial y muerte retrasada artificialmente, en los que reconducir el sentido de la vida para los enfermos es extremadamente difícil, casi inhumano. Quizás en estas condiciones, la vida deja de considerarse valor absoluto cuando se reduce a una mera presencia física cuya autonomía es nula. Un debate que, tarde o temprano, se acabará abriendo en una sociedad cada vez más envejecida y sensible con el sufrimiento.
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2 comentarios:

  1. Não há ordem natural na existência humana. Sempre fomos "artificiais" = culturais. Por isso...

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  2. Bueno... Vamos a poner en ochenta años la duración biológica aproximada de nuestra especie, quizás mejorable con el paso de las generaciones. Superar esa edad a un rendimiento mínimo de nuestras facultades vitales siempre supone un reto. Eso es una frontera natural, por muchas interferencias culturales que podamos poner por medio.

    Brigado por o teu comentario.

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