Una de las cosas más curiosas y paradójicas en este epílogo taurino de Cataluña ha sido la sacrosanta invocación al principio de la libertad. Toreros, empresarios, respetables hombres de la cultura, se hacía filósofos por un instante y pedían el respeto a la libertad para poder proseguir la Fiesta. Unos de forma patética y básica, otros de forma más sutil y con las típicas raíces liberales, todos se llevan las manos a la cabeza con lo que ellos pensaban que era una imposición autoritaria por parte de un gobierno que por razones identitarias ha echado el cerrojo a la Monumental de Barcelona.
Estos señores estaban invocando un principio de resolución básico de muchos complicados temas de bioética: el principio democrático. Ante problemas éticos de posturas fuertemente enfrentadas, una posibilidad es optar por este principio bajo la perspectiva del gobernante: damos la posibilidad al colectivo A de ejercer su derecho a ver los toros, y damos la posibilidad al colectivo B de no ver los toros. Pensemos que este principio se ha ofrecido para resolver el problema del aborto, y en otros países, el de la eutanasia o el consumo de drogas. Está muy claro que si invocasen este principio en serio, yo al día siguiente podría invocar mi derecho a fumar libremente marihuana en la calle -no molestaría a nadie-. Más molesto resulta pensar que aquellos que invocan el nombre de la libertad y protegen la Fiesta como un bien de interés cultural, prohiben burkas y formas de vestir que para nuestra cultura son denigrantes, pero que afectan la libertad de un grupo de mujeres que en principio son autónomas -hasta que no se demuestre lo contrario- para vestir como les venga en santa gana.
Conclusión: ese principio abstracto de libertad para casi todos nosotros se mueve bajo los cerrados muros del respeto a unas tradiciones determinadas. La libertad no existe, solo existen prácticas sociales ensalzadas o denigradas y códigos éticos aceptables o intolerables. Así salvamos estas contradicciones de defender la libertad de los toros y restrigir el burka, el cannabis, la comida para obesos, la eutanasia o una cosa tan natural como dar de mamar a bebés en una cafetería. Pero existe una objeción dentro del principio democrático o de libertad para refutarlo: los daños a terceros a través de sufrimientos innecesarios y evitables o incluso la muerte. Fumar cannabis o tabaco puede considerarse perjudicial (o no) para el consumidor, pero siempre lo puede hacer de forma responsable y con conocimiento de causa. Él es dueño de su cuerpo, y él es autónomo (hablamos de un adulto) para dilucidar los pros y contras de fumar un joint de cuando en cuando. El principio de libertad funcionaría a las mil maravillas en este caso, de no existir casos graves de adicción en otras drogas que provocan el miedo social. La autoridad política puede restringir el consumo a determinados ámbitos donde el daño a terceros sea inexistente (prohibirlo a adolescentes, limitar el consumo a un coffeshop, prohibir fumar en sitios públicos etc...), pero no prohibirlo a nivel personal. Con el burka tenemos la incógnita de si las personas que lo usan están actuando de forma autónoma, pero también estamos presuponiendo que nuestra idea de mujer y de libertad es igual que la suya, y no tiene por qué ser así. El burka, vestido infame para nosotros, se lo deberían quitar ellas solas, cuando quieran o cuando sean capaces de enfrentarse a sus fantasmas culturales. En el aborto se inicia el problema de los terceros: aunque aparentemente hablamos de la libertad y la salud de la madre para decidir sobre su cuerpo, el estatus ético, biológico y jurídico del embrión y el feto actúan como marco de referencia para ser más o menos restrictivos con este principio. Si resulta que nos encontramos con que el feto reúne una serie de características que lo vinculan con un ser vivo y que por poseer un sistema nervioso puede sufrir, más de uno invocará restricciones (y prácticamente todas las legislaciones proabortivas tienen restricciones de sentido común). Un problema añadido en la legislación española es considerar si la joven de 16 años que quiere abortar es lo suficientemente madura o autónoma para tomar esa decisión.
Y vamos a nuestro tema. En la fiesta de los toros, existe un daño a terceros irremediable: un animal sufre hasta la extenuación y es aniquilado de forma completamente gratuita y cruel. Como decía el amigo Carlos Luengo en su blog, no conocemos de nadie que haya podido hablar con los toros y preguntarles si les gusta su destino como animales de lidia. Si pudieran hablar quizás hasta nos dijeran que prefieren la extinción: nacer con el destino marcado para divertir a la gente a costa de tu propia vida no debe ser agradable para nadie. Precisamente por este carácter de indefensión absoluta, los derechos de los animales (y también se podrían ampliar en muchos casos al de los embriones humanos) son sagrados y solo somos nosotros los que podemos defender paternalistamente en el caso que sus derechos queden pisoteados. En el burka, en el cannabis, en la comida para obesos, mujeres y hombres pueden -al menos en parte- decidir su destino. El animal que sale al ruedo no tiene otro valedor para sí mismo que el de sus protectores humanos para defenderlo de nuestros instintos más básicos y crueles.