Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

lunes, 26 de julio de 2010

EL IDEALISMO DE LA ESPERA Y EL OCASO DE LOS CAMALEONES

Este fin de semana tocaba desbarre intelectual con la visita de Helí y Fa desde Salamanca. Y aunque el tiempo era muy escaso, no pudimos evitar dedicar unos minutos a nuestro entretenimiento favorito: el paseo. Como dos viejecillos jubilados, paseando por los parques con las manos en la espalda y ligeramente encorvados, empezábamos a sacar los temas clásicos de nuestros encuentros. En poco tiempo salió el tema de la política nacional y la deriva de nuestros dirigentes. Y rápidamente apareció la figura de nuestro señor presidente: Helí afirmaba se lamentaba de la diferencia tan grande que existía con las anteriores figuras políticas del país, socialistas y no socialistas. "Este hombre se ha arriesgado mucho en su gestión de la crisis. Se ha arriesgado y ha perdido", comentábamos. Pero además, afirmaba mi querido amigo, "nos está pidiendo unos sacrificios, impuestos desde fuera, sin saber a dónde nos conducen". Yo le dije que su único objeto era salvarnos de la quiebra, como ocurre también en Inglaterra, Irlanda o Grecia. No somos Estados Unidos. Bien, el desvarío intelectual empezó ahí, como unas pocas intuiciones. Luego empecé a escribir delante del ordenador para hacer un artículo lo más parecido a los de mi amigo Helí, pero dudo que lo haya conseguido. En cualquier caso, hacia él va dedicado. Salud y desbarre, querido Helí.  
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Algunas definiciones de idealismo.
Cada vez que llega la figura de Hegel en el temario de bachillerato, siempre tengo que hacer malabarismos para intentar explicar qué narices es eso del idealismo absoluto, y siempre acabo soltando las mismas palabras simples. Idealismo: creencia en la capacidad absoluta que tiene el sujeto pensante (léase el espíritu, la mente, las ideas, la cultura humana etc...) para modificar la realidad que nos rodea y moldearla de acuerdo con nuestros objetivos o fines. Hasta qué punto el idealismo está fuera de nuestra cultura presente, que la definición que suelen dar los chavales de bachillerato es "falta de contacto con la realidad". Esto suena peligroso, cuando parece suponer que el hombre no tiene ninguna capacidad de escribir su propia historia  y que no podemos cambiar absolutamente nada.  Pero no voy a juzgar ahora a los realistas escépticos sino a los idealistas radicales.
Este idealismo en su sentido más radical y bajo el campo de la política es también tremendamente peligroso: en primer lugar, porque nos podemos creer que nuestros fines son mejores que los de todos los demás. En segundo lugar, porque dichos fines van a permitir legitimar cualquier tipo de medios y por último, porque la realidad va a acabar superando nuestra interpretación del mundo y convirtiendo nuestras ideas en un anacronismo. Estos tres errores, uno detrás de otro, los cometieron los líderes de la Unión Soviética. Lenin, eliminando cualquier facción rival. Stalin, promoviendo un salvaje totalitarismo, y Kruschev (hasta Gorvachov), manteniendo el comunismo sin darse cuenta que este ya era históricamente inviable, tal y como ellos lo concebían. No proponían la sustitución de un sistema sino su reforma, y fueron arrastrados por la marea de la historia.
He empezado por los soviéticos, porque ellos son los hijos naturales del idealismo hegeliano en versión Marx. Pero naturalmente, podemos llevar ese análisis a la psicología de los gobernantes. La falta de contacto del sujeto con la realidad ha ocurrido muchas más veces en la historia: cuánto más egocéntrico y fuerte se cree el hombre, peor será su caída. Pensemos en Julio César, Napoleón o Hitler. Encumbrados en lo más alto de su carrera, podrían haberse mantenido más tiempo en el poder (o evitar caídas estrepitosas) de haber sido más cautos en un momento determinado de su carrera política. Pero parece ser que los hombres tenemos un chip en el que después de unos triunfos espectaculares (y quizás inesperados), decidimos que después la fortuna nunca va a darnos la espalda: rozamos la inmortalidad con la punta de los dedos y la creemos propiedad nuestra para siempre. La democracia, afortunadamente, tiene una vacuna contra estos ataques de inmortalidad: nuestro gobierno está limitado en el tiempo y puesto en tela de juicio por los descontentos. Las dictaduras, desgraciadamente también tienen su vacuna: un tropiezo en la carrera de un dictador lo hace más cauteloso y movedizo. Véase a Franco y a Salazar, héroes de la adaptación.  
Un idealismo distinto es el que voy a llamar el "idealismo de la espera". El idealismo de la espera es aquel en el que el sujeto no interviene para modificar la realidad. En este caso, el sujeto espera pacientemente que la realidad se ponga a sus pies, con solo desearlo, como si fuera dueño de una lámpara maravillosa con un genio en su interior. En los anteriores ejemplos, los dirigentes políticos se adelantaban a la realidad, jugaban con ella o intentaban transformarla a golpes. Nada que ver con el caso actual que vamos a analizar.
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La política del camaleón frente al político de la espera.
Hemos tenido buenos camaleones en la historia política de la democracia. Suárez, Carrillo o Gutiérrez Mellado son buenos ejemplos. A estos personajes, Javier Cercas en su libro Anatomía de un instante, los llama representantes de la ética de la traición, pero esto naturalmente, es ante los ojos de los idealistas, que no admiten giros ideológicos aunque la realidad cambie. Yo preferiría llamarlos representantes de la ética de la realidad. Y no creo que solo el intentar mantenerse en el poder, como sugieren muchos analistas, es lo que les fuerza a esta ética cambiante: ese es un poderoso resorte, pero no el único. Hay gente que tiene capacidad y clarividencia para adelantarse al futuro y forzar el presente, sabiendo que eso les puede costar caro. Estas personas se dan cuenta perfectamente de las limitaciones de la ideología y de nuestra interpretación de la realidad, y aspiran a superarlas.
A Felipe González se le podrá echar en cara muchas cosas, pero como representante de la ética camaleónica y pragmatismo no le puede ganar ninguno. En la etapa de la transición, jugó con el PCE hasta robarle el puesto como fuerza predominante de la izquierda. Una vez conseguido esto, renegó del marxismo en su renuncia como secretario general en 1979, rechazó de las políticas expansionistas al llegar al poder e inició una reconversión forzada (los célebres 800.000 puestos de trabajo) y se abrazó a la OTAN en el referendum de 1986. Pero también eso le permitió conseguir metas que hoy ningún analista serio cuestiona: el ingreso en la CEE y la llegada de los planes de ayuda europeos, la consolidación del estado del bienestar y el cambio en el sistema productivo tras la crisis del petróleo.
Me centro en un mero detalle, como posible paralelismo a nuestra coyuntura. Felipe González tuvo la intuición, nada más triunfar en las generales de 1982, que el núcleo duro de su programa de nacionalizaciones y keynesianismo puro había sido ejecutado en Francia por Mitterrand poco antes y estaba siendo un total fracaso. Muchos podrán decir que eso ya le era conocido de antemano, y que González había  mentido a su electorado. Lo importante aquí es que tuvo que hacer una dolorosa política de reconversión industrial y lejos de resolver el problema del empleo, agravarlo. Del 16.5 % de la población activo alcanzamos la cifra récord del 21.5% en 1985, cifra muy similar a la que sufrimos hoy.  Posiblemente no quedaba otra solución para la estabilidad económica del país, y con la reconversión finalizaba un cambio en el sistema económico que se había iniciado con los pactos de la Moncloa, y permitía por fin, una transformación del sistema productivo y un equilibrio macroeconómico de la inflación y el déficit. También eran otros tiempos: teníamos el control sobre nuestra moneda y la devaluamos como medida para favorecer las exportaciones. Pero en definitiva, como le sugería Boyer, ministro liberal, primero había que tomar la senda del crecimiento y luego se hablaría del reparto de la riqueza.
Tomar el mando del país le condujo a una ética de la responsabilidad que solo se puede entender cuando se llega al poder, aunque con un alto coste: González quedaría deslegitimado ante su soporte social tradicional. Los sindicatos le plantarían dos huelgas generales en tres años. El poder hizo más pragmático si cabe a nuestro Maquiavelo particular, aunque este pragmatismo no le libró de la enfermedad de los políticos egocéntricos: sentirse la voz santa del pueblo. Quizás un contexto más agudo de la crisis le habría hecho caer, pero González fue por último un político con fortuna. La suerte le sonrió a partir de 1985: la recuperación se hizo viable, y al año siguiente entramos en la CEE y empezamos a generar empleo. La consolidación del estado del bienestar tuvo que esperar cinco años, desde el "cambio" de las elecciones del 82.
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Pasamos a 2008. Zapatero desoye la llamada a la prudencia desde sus ministros más cautos e inicia una espiral de gasto y endeudamiento público para combatir la crisis. No es el único que lo hace entre los países desarrollados: Gran Bretaña y EEUU inician una política semejante. Quizás estuviera animado por los aires de cambio ideológico que se respiran en la crisis, pero creo que la razón fundamental era la demanda del electorado, tanto de derechas como de izquierdas, de "hacer algo" contra la crisis. Ese "hacer algo" se tradujo inevitablemente en más gasto, y al mismo tiempo, mantener las políticas sociales que se habían iniciado en la legislatura anterior. Para que esta política expansiva hubiera tenido eficacia, tenían que haber sucedido al menos tres circunstancias: a) que la crisis económica fuera corta y los planes de gasto fijados se mantuvieran en un tiempo razonable, b) que la recuperación fuera lo suficientemente intensa para que aumentara la recaudación fiscal a medio plazo y c) que la coyuntura internacional fuera favorable a estas políticas económicas. Desde el mismo inicio de la crisis, conocíamos que esta no era superficial sino que descansaba sobre una parálisis total de nuestro sistema productivo, y la recuperación iba a ser muy lenta. Lo que quizás estaba fuera de la previsión era que los ingresos del estado y las autonomías fueran a desplomarse de la forma que lo han hecho (ingresos muy dependientes del sector inmobiliario), y que la política económica internacional diera un giro impensable a partir de la crisis griega. No solo la tesis (c) no se cumplió, sino que se posicionó en el peor y más catástrofico de los pronósticos posibles: la vuelta a una ortodoxia económica de equilibrio presupuestario en el plazo de tiempo más corto posible. A Zapatero le falló el espíritu de previsión: apostó todo su prestigio y su gestión en un caballo y perdió. El resultado no ha podido ser más desastroso: en nombre de mantener el compromiso social, ha puesto en peligro conquistas sociales muy anteriores a las de su mandato.
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Sacando conclusiones.
Una vez hecha esta brevísima descripción, podemos sacar algún parelismo. Felipe González fue un espíritu pragmático y camaleónico al que la coyuntura acabó por sonreírle. La acusación de farsante, demagogo, maquiavelismo por parte de sus detractores tanto de izquierda como de derecha puede ser cierta, pero estos adjetivos se convierten a veces en virtudes en el mundo de la política, sobre todo cuando se acompaña de clarividencia. Zapatero por el contrario se ha mostrado como un hombre de ideología dogmática, de inercias pasadas, que ha intentado mantener hasta el final su posición, por miedo a un rechazo electoral o por convicciones propias. Ni siquiera podemos considerar que fuera un gran idealista, porque para eso es preciso una visión de futuro y Zapatero intenta más bien recuperar el pasado. Es lo que llamábamos antes ese idealismo de la espera o del ocaso. Lo cierto es que era una posición altamente arriesgada, tan arriesgada que podría calificarse de irresponsable para un líder político.
Posiblemente somos demasiado duros con estas personas y las responsabilidades han sido compartidas. los individuos son hijos del tiempo en el que viven. La sociedad española y nuestra clase política ha sido igual de ciega que nuestro presidente: veníamos de doce años de crecimiento ininterrumpido, y las expectativas eran muy altas. Demasiado altas como para no producir errores de previsión. El impacto en solo dos años sobre nuestro nivel de vida ha sido demoledor y tan inesperado, que muy pocos entre el electorado de izquierdas habrían aceptado que en el 2008 se hubiera congelado el sueldo de los funcionarios o de las pensiones y hubieran esperado otro tipo de acciones que las típicamente liberales de contención del gasto. En definitiva, la realidad como siempre, es más complicada que cualquier de nuestras previsiones, esquemas y cálculos, y por eso hay que contar con ella como incierta.

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