Muñecas en la calle Pizarro |
Empiezo hablando de un drama personal: el G.P. es un descargador compulsivo. Puede pasar horas devorando y surfeando sobre las aguas de la música. Pongo el ejemplo: en el momento en el que entro en Spotify o que he descargado una canción, me dispongo a escucharla. Pasan unos pocos segundos y caigo en la tentación de poseer otra. La que estoy escuchando ya no me satisface, de hecho me induce a pensar que estoy perdiendo el tiempo. El deseo de la siguiente, novedosa, desconocida, me empuja a parar la reproducción y buscar la nueva. Ya tendré tiempo de escuchar lo conocido. Pasan las horas siguiendo la misma tónica. Te encuentras a mitad de la noche, con una larga lista de reproducción, pero ya no te quedan fuerzas para escucharla con tranquilidad. Repasas los títulos de la lista como si fueran de tu propiedad; apenas tienes tiempo para escuchar unos pocos segundos de algunas de ellas antes de irte a la cama, con los ojos enrojecidos pero satisfecho por tus adquisiciones nuevas. ¿Por qué te comportas así, homo web?
Expliquemos el hombre que subyacía al antiguo consumo de masas. Hace un par de generaciones pasamos de querer ser alguien –un proyecto vital, una identidad- a desear tener algo –un objeto, una realidad poseída-. La sustitución del ser por el tener era la idea principal que destilaban los viejos libros de Erich Fromm o de Herbet Marcuse. Ese algo que teníamos en posesión nos definía a nosotros mismos: los objetos culturales eran valiosos y estimados, por lo difícil de su adquisición y la meta que suponía su disfrute. Aportaban una distinción de status o de clase. Nos identificábamos con ellos y depositábamos nuestra personalidad en su posesión. Esta cultura hedonista estaba marcada por patrones de consumo homogéneos; todos deseaban tener un mismo objeto cultural, producto de campañas de marketing bien diseñadas, sometidas a los intereses económicos de grandes empresas de la cultura, el cine o la música.
El acumulador de fetiches y objetos culturales, el coleccionista, pasaba gran parte de su tiempo cultivando y saboreando sus posesiones. Hace veinte años, un adolescente que compraba un CD de David Bowie o los Dire Straits lo acababa conociendo de memoria y terminaba idolatrando su música. En el fondo era bastante difícil conocer otras. Su acceso al resto de la producción cultural estaba relativamente limitado y dependía de su renta económica. Se sentía parte de una comunidad de seguidores y luchaba por defender la calidad musical de su grupo. Sus gustos le permitían ubicarse en el mundo, como diría más de uno. Todo esto ha cambiado.
Este tener para poder ser, que sigue siendo primario en parte de nuestros hábitos de consumo, ha pasado a la historia en el campo cultural. Estamos en la cultura de descarga o cultura download. Esta se ha hecho virtualidad pura; los soportes materiales –un libro o un CD- pasan a la historia, han dejado de ser objetos de exhibición o distinción, para convertirse en engorrosas antiguallas que ocupan sitio de nuestras casas. Tan solo los reproductores de cultura se convierten en imprescindibles, sometidos a la meta de lo más en menos. El más pequeño aparato posible con el mayor número de funciones a la mayor velocidad y peso posible. Ellos son los únicos que se mantienen en la brecha esa posesión necesaria.
Todo fetiche material desaparece en la cultura download. La democratización cultural que ha supuesto este cambio para aquella humanidad en red ha sido impensable. Cualquiera puede hacerse con la mejor biblioteca, escuchar un repertorio musical infinito, poseer una filmoteca privada o una sala de juegos sin salir de la pantalla de su ordenador, por no hablar de los tipos de consumo más elevados de la red (acceder al voyeurismo sexual infinito y permanente, por ejemplo). Pero esto lo hemos conseguido a un alto precio.
Todo fetiche material desaparece en la cultura download. La democratización cultural que ha supuesto este cambio para aquella humanidad en red ha sido impensable. Cualquiera puede hacerse con la mejor biblioteca, escuchar un repertorio musical infinito, poseer una filmoteca privada o una sala de juegos sin salir de la pantalla de su ordenador, por no hablar de los tipos de consumo más elevados de la red (acceder al voyeurismo sexual infinito y permanente, por ejemplo). Pero esto lo hemos conseguido a un alto precio.
Con la red, hemos dejado de tener cosas físicamente. Ahora las deseamos y acto seguido procedemos a almacenarlas codiciosamente, convertirnos sin esfuerzo en meros titulares de los mismos, sin otro objeto que su propio almacenamiento. Nuestros discos duros se suceden y llenan con rapidez. La marea de tener estaba acompañada habitualmente del goce, el disfrute, el reconocimiento frente a los demás. Ahora el disfrute se reduce al mismo momento de la toma de posesión. La capacidad de poseer todo el ocio audiovisual del mundo nos hace olvidar el hecho que no tenemos el tiempo humano para disfrutarlo, y nos transforma en descargadores compulsivos. Además de esto, solo poseemos el acto de poseer. Y de esta posesión lo único que nos queda es el móvil formal: la satisfacción del deseo, enriquecido por lo novedoso y lo desconocido, necesario por sí mismo y sin otro móvil que lo explique. Hallamos o inventamos una necesidad, la satisfacemos y al siguiente instante sentimos una nueva carencia y la llenamos nuevamente. Es el triunfo de la psicología hobbesiana más descarnada del egoísmo eternamente insaciable.
La cultura download ha sido el punto culminante del consumo de masas y su democratización final, destruyendo cualquier tipo de intermediario. Ni controlamos su calidad, ni su distribución, ni su repetición (o plagio, como lo quieran llamar): las preferencias y las descargas de Internet son el retrato estético y moral de nuestra sociedad. Y como ocurre con estos desarrollos fulgurantes, cualquier regulación resultará sumamente difícil. Tan solo nos queda el vacío ético… y el deseo insatisfecho.
La cultura download ha sido el punto culminante del consumo de masas y su democratización final, destruyendo cualquier tipo de intermediario. Ni controlamos su calidad, ni su distribución, ni su repetición (o plagio, como lo quieran llamar): las preferencias y las descargas de Internet son el retrato estético y moral de nuestra sociedad. Y como ocurre con estos desarrollos fulgurantes, cualquier regulación resultará sumamente difícil. Tan solo nos queda el vacío ético… y el deseo insatisfecho.