Fin de otoño en las fuentes de la ciudad. |
Alguien me ha preguntado sobre quién es este
señor Tiburcio que acompaña en las disquisiciones del GP. Hoy les voy a
explicar cómo conocí a este peculiar personaje.
La rotonda del caballo, como se conoce
vulgarmente en Cáceres, no tiene nada de especial respecto a lo que podemos
encontrar en otras ciudades. Una estatua ecuestre de un conquistador extremeño
es el centro de una intersección de céntricas calles cacereñas, frecuentemente
llenas de tráfico. Alrededor de la estatua hay algo de césped, no demasiado,
para no quitar mucho espacio a los coches. En definitiva, la típica solución
urbanística para una ciudad de escasa relevancia como Cáceres. Pero no voy a
hablar de ese lugar de paso porque sí, si no fuera por el extraño acontecimiento
que sucedió hará un par de años.
Una tarde cualquiera atravesaba aquel lugar,
cuando por pura casualidad crucé mi vista con la estatua del caballo. Un hombre
tenía la cabeza apoyada sobre una gran losa de piedra que forma parte del
pedestal de la estatua. Seguí andando sin darle más importancia. Un técnico del
ayuntamiento, quizás, pensé en aquella ocasión.
Un par de días después a las siete en punto de la tarde, un hombre
atravesaba la línea de coches que rodeaba la estatua, avanzaba unos metros
sobre el césped y dejaba posar otra vez su cabeza en el mismo bloque de piedra
que formaban parte de la estatua. Aquello ya no era casualidad. Al día
siguiente, a las siete y cinco, el mismo individuo adoptaba la misma posición.
Pasaron así un par de semanas.
Al extraño evento fue uniéndose gente; estaba
claro que no había pasado desapercibido para otros observadores habituales de
esa hora. Tan solo mirábamos con extrañeza, buscando un sentido. Los recién
llegados sostenían que era un técnico de ayuntamiento, al fin y al cabo, esa es
la explicación más razonable. Otros más veteranos afirmaban que sería algún
admirador de Hernán Cortés. Los más refinados, que se trataría de algún evento
artístico relacionado con el conquistador. Pero la inmensa mayoría directamente
aseguraban que era un pirado más de la ciudad. Los rumores, sin embargo duraban
segundos. La gente de paso no detenía sus vidas. Finalmente, rompiendo esa
inercia social que nos empuja a no actuar ni cuestionar lo que hacen nuestros
semejantes en público, me acerqué a él. Podría no haberlo hecho nunca, pero lo
hice.
Atravesé
con cuidado las filas de coches, subí el bordillo de la rotonda y di unos pocos
pasos sobre el césped. Finalmente tenía su espalda junto a mí. Aunque muy posiblemente me habría oído llegar, No hizo ningún gesto para girarse.
- Disculpe, está usted bien.
- Naturalmente, qué le hace a
usted pensar que no lo estoy.
- Hombre, si le puedo preguntar
por qué…
El individuo se mostró
contrariado y no me dejó terminar la frase.
- Por qué. Siempre por qué. Pero le
pregunto yo acaso por qué se mueve usted, a dónde va y de dónde viene? No. Por
qué tenemos que buscar un sentido a todas las cosas, una explicación. Yo estoy
aquí para mostrar que precisamente las cosas no tienen explicación. Que buscar
sentido es completamente inútil.
- Bien, pues ahora ya se lo ha
dado – contesté, dejándome llevar por mi inspiración filosófica.
- Efectivamente, usted me ha
jodido toda la operación. El sinsentido ya tiene sentido. Ahora ya no podré
volver aquí. Bravo. Estará usted contento.
- Bueno, disculpe, tampoco es para
ponerse así.
- Usted no entiende la gravedad
del asunto.
Y dicho esto, se giró y salió de la rotonda.
Yo permanecí estupefacto por un instante, entre el enfado por los malos modos
de ese desconocido y su respuesta supuestamente tan trascendental. Estuve dos
segundos más y me fui. Atravesé el césped, bajé el bordillo, y crucé la
carretera. Volvía a la normalidad. Volvía al sentido.
Regresé los siguientes días. Siete en punto,
siete y cinco, siete y diez. No apareció más por allí. La estatua se mantuvo
vacía, como siempre había sido y como todos esperábamos que así fuera. La normalidad
retornaba a las calles. Su sentido ordinario en extremo, irrelevante, vulgar,
mecánico, impersonal, frío e inconsciente. O el sinsentido imperante, como
habría dicho aquel desconocido.
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