Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

sábado, 15 de diciembre de 2012

CÓMO CONOCÍ AL SEÑOR TIBB



Fin de otoño en las fuentes de la ciudad.
Alguien me ha preguntado sobre quién es este señor Tiburcio que acompaña en las disquisiciones del GP. Hoy les voy a explicar cómo conocí a este peculiar personaje.

La rotonda del caballo, como se conoce vulgarmente en Cáceres, no tiene nada de especial respecto a lo que podemos encontrar en otras ciudades. Una estatua ecuestre de un conquistador extremeño es el centro de una intersección de céntricas calles cacereñas, frecuentemente llenas de tráfico. Alrededor de la estatua hay algo de césped, no demasiado, para no quitar mucho espacio a los coches. En definitiva, la típica solución urbanística para una ciudad de escasa relevancia como Cáceres. Pero no voy a hablar de ese lugar de paso porque sí, si no fuera por el extraño acontecimiento que sucedió hará un par de años. 

Una tarde cualquiera atravesaba aquel lugar, cuando por pura casualidad crucé mi vista con la estatua del caballo. Un hombre tenía la cabeza apoyada sobre una gran losa de piedra que forma parte del pedestal de la estatua. Seguí andando sin darle más importancia. Un técnico del ayuntamiento, quizás, pensé en aquella ocasión.  Un par de días después a las siete en punto de la tarde, un hombre atravesaba la línea de coches que rodeaba la estatua, avanzaba unos metros sobre el césped y dejaba posar otra vez su cabeza en el mismo bloque de piedra que formaban parte de la estatua. Aquello ya no era casualidad. Al día siguiente, a las siete y cinco, el mismo individuo adoptaba la misma posición. Pasaron así un par de semanas.

Al extraño evento fue uniéndose gente; estaba claro que no había pasado desapercibido para otros observadores habituales de esa hora. Tan solo mirábamos con extrañeza, buscando un sentido. Los recién llegados sostenían que era un técnico de ayuntamiento, al fin y al cabo, esa es la explicación más razonable. Otros más veteranos afirmaban que sería algún admirador de Hernán Cortés. Los más refinados, que se trataría de algún evento artístico relacionado con el conquistador. Pero la inmensa mayoría directamente aseguraban que era un pirado más de la ciudad. Los rumores, sin embargo duraban segundos. La gente de paso no detenía sus vidas. Finalmente, rompiendo esa inercia social que nos empuja a no actuar ni cuestionar lo que hacen nuestros semejantes en público, me acerqué a él. Podría no haberlo hecho nunca, pero lo hice.

 Atravesé con cuidado las filas de coches, subí el bordillo de la rotonda y di unos pocos pasos sobre el césped. Finalmente tenía su espalda junto a mí. Aunque muy posiblemente me habría oído llegar, No hizo ningún gesto para girarse.

-  Disculpe, está usted bien.

-  Naturalmente, qué le hace a usted pensar que no lo estoy.

-  Hombre, si le puedo preguntar por qué…

El individuo se mostró contrariado y no me dejó terminar la frase.

-  Por qué. Siempre por qué. Pero le pregunto yo acaso por qué se mueve usted, a dónde va y de dónde viene? No. Por qué tenemos que buscar un sentido a todas las cosas, una explicación. Yo estoy aquí para mostrar que precisamente las cosas no tienen explicación. Que buscar sentido es completamente inútil.  

-  Bien, pues ahora ya se lo ha dado – contesté, dejándome llevar por mi inspiración filosófica.

-  Efectivamente, usted me ha jodido toda la operación. El sinsentido ya tiene sentido. Ahora ya no podré volver aquí. Bravo. Estará usted contento.

-  Bueno, disculpe, tampoco es para ponerse así.

-  Usted no entiende la gravedad del asunto.

Y dicho esto, se giró y salió de la rotonda. Yo permanecí estupefacto por un instante, entre el enfado por los malos modos de ese desconocido y su respuesta supuestamente tan trascendental. Estuve dos segundos más y me fui. Atravesé el césped, bajé el bordillo, y crucé la carretera. Volvía a la normalidad. Volvía al sentido.

Regresé los siguientes días. Siete en punto, siete y cinco, siete y diez. No apareció más por allí. La estatua se mantuvo vacía, como siempre había sido y como todos esperábamos que así fuera. La normalidad retornaba a las calles. Su sentido ordinario en extremo, irrelevante, vulgar, mecánico, impersonal, frío e inconsciente. O el sinsentido imperante, como habría dicho aquel desconocido. 

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