domingo, 31 de mayo de 2020
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sábado, 30 de mayo de 2020
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Me encuentro discutiendo con unos y con otros sobre el ingreso mínimo vital, y todavía tengo la extraña sensación de que la gente no se ha dado cuenta de la gravedad de la situación en la que nos encontramos. Con un 20% de la población en riesgo de exclusión social, en realidad, ¿se puede hacer otra cosa para no condenar a esa gente al hambre? Los argumentos clásicos liberales ya no son válidos y me voy a centrar en dos de ellos.
El primer argumento en contra de esta medida nos habla del riesgo de crear un enorme desincentivo para el empleo. Esto tiene sentido cuando existe un empleo que buscar. Pero el riesgo de crear una cultura clientelar de vagos acomodados es bastante reducido. Directamente, hablamos de enormes nichos de empleo que han desaparecido para un largo periodo de tiempo y que no sabemos si volverán a recuperarse nunca más, y mientras tanto, una amplia capa de la población no podrá trabajar, incluso cuando esté deseando hacerlo para mejorar su calidad de vida, porque lógicamente, esta ayuda no es una cobertura para vivir con comodidad. El otro argumento liberal tradicional para rechazar esta iniciativa también se puede cuestionar. El endeudamiento del estado hace inviable esta prestación. Es cierto. Los recursos de los que disponemos son los que son, y además, tenderán a decrecer. Pero el gasto del estado viene marcado por una serie de prioridades, y esta ha pasado a convertirse quizás en una prioridad máxima, después de la cobertura sanitaria. Una parte de la población que vive todavía holgadamente, debe arrimar el hombro y naturalmente, también se empobrecerá: en forma de más impuestos, sueldos más bajos o perder parte de los derechos sociales que antes el estado sí le había ofrecido y que a partir de ahora no podrá mantener. Es un juego clásico de suma cero en economía: lo que añades en un sitio, deberás quitarlo de otro. Esta medida, contrariamente a lo que dicen los ingenuos (o tal vez simples farsantes) triunfalistas del gobierno, no amplía el estado del bienestar, sino que lo reorienta hacia otros fines.
Las cosas están relativamente claras: caminamos hacia una senda de decrecimiento sostenido, en la que sí o sí, la población española en su conjunto va a empobrecerse. En una situación tan extraordinaria como esta, o distribuimos nuestros recursos adecuadamente o caeremos en el tormentoso camino de la desigualdad de muchos países latinoamericanos. Ni el mercado, incapaz de regresar al crecimiento a corto plazo, ni la solidaridad de la sociedad civil va a poder cubrir este inmenso hueco de pobreza, y el único medio que conocemos en nuestra cultura occidental es apelando nuevamente al estado. Es el estado o la anarquía, volviendo a nuestro espíritu hobbesiano de base.
jueves, 28 de mayo de 2020
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miércoles, 27 de mayo de 2020
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lunes, 25 de mayo de 2020
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domingo, 24 de mayo de 2020
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Ni siquiera intento entrar en la conversación que se convierte en un bucle liberal, excepto con un comentario similar al de Keynes frente a las bondades autoregulatorias del mercado. En cien años, estamos todos muertos. Si no haces nada, te estallará una crisis social peor que la económica (al no ser que optes, claro está, por una dictadura).
martes, 19 de mayo de 2020
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lunes, 18 de mayo de 2020
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Ahora estoy delante del teclado sin saber muy bien qué pensar sobre ellos. Ciertamente inquieta ver cómo se apropian de la bandera para su propia causa, y me pregunto si me aceptarían como miembro de su exquisito colectivo si les confesase que los toros o la caza me parecen una aberración cultural, que mi bebida favorita es el mate argentino o les sugiriese que es tal vez sea prematuro exigir responsabilidades jurídicas a cualquier estado cuando desconocemos tantas cosas sobre esta crisis. Pero supongo que estos serán mis propios prejuicios cosmopolitas hacia esa ideología del terruño patriótico. En cualquier caso ahí están, mostrando su derecho a la disconformidad y a la libertad de expresión, cuando esta se hace más contagiosa y necesaria.
domingo, 17 de mayo de 2020
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Como buen liberal, desgarraba en dos la población del país. Aquellos que se acercaban al perfil de la figura del empresario innovador, ambicioso y que arriesga por un mayor beneficio, y aquellos vinculados con el individuo subsidiario, favorecido por el estado y que pintaba con los estereotipos clásicos: extremeño, de campo, pícaro, conservador y sin visión alguna de futuro. Por supuesto, la vieja división de la sociedad en clases sociales atrapadas en su puesto dentro de un sistema de producción no es relevante desde esta perspectiva.
Hasta hace poco yo también defendía estos estereotipos. Pero mi perspectiva sobre este punto ha cambiado radicalmente conforme me siento cada vez menos liberal.
La figura del empresario se mantiene si hay confianza en un crecimiento indefinido. Pero eso ya no se puede garantizar hoy en día. Una crisis como el Covid ha tirado a la cuneta a miles de empresarios al igual que lo hizo la crisis del 2008. Estas crisis podrán repetirse en el futuro. Como conclusión, la figura del empresario innovador se diluye, porque cada vez hay menos tarta para repartir, y menos individuos lo pueden utilizar como ascensor social, si alguna vez ha existido tal ascensor.
Frente a ellos, la capa sudsidiaria de la población puede tener enormes defectos, como falta de liderazgo, de competitividad o de riesgo. Pueden ser poco profesionales, chapuceros, y horriblemente conservadores a los ojos de la gente subida al tren global. Pero estos supuestos vagos subsidiarios que pueblan el mundo rural y también nuestras ciudades tienen una enorme ventaja para el mundo que viene. No tienen ambición. Son conformistas con muy pocas cosas y llegan a ser felices con cantidades ridículas de dinero. Muchos de ellos han optado por no arriesgar para no poner en peligro su tipo de vida. Son poco eficientes y escasamente productivos, ¿pero a quién demonios le importará ser productivo en un mundo en el que no se puede ir a trabajar, como el COVID, o una revolución robótica? Los que lo hacemos nos engañamos a nosotros mismos, víctimas de unos valores cada vez más anacrónicos e irreales.
Hasta hace poco esto era la psicología más nociva contra el espíritu del capitalismo. Se les tachaba de ser los perdedores de la globalización, las víctimas del neoliberalismo, las rémoras del estado del bienestar y últimamente, los que engrosaban los partidos populistas. Pero nuestro mundo, crecientemente, necesitará gente de este tipo, cuya vida no esté marcada por una ambición desmedida y casi siempre insatisfecha, teniendo de referencia grandes logros materiales o inmateriales. Quizás necesitemos menos empresarios ambiciosos, y más gente conforme con lo poco que tiene. Necesitamos recuperar cuanto antes nuestra faceta olvidada de campesinos medievales, más estáticos y más pobres que nosotros, pero perfectamente conocedores de los límites que marca la naturaleza. Si el futuro nos lo pintan sin recursos ni crecimiento, necesitaremos mucha menos ambición en nuestros genes y bastante más estoicismo. Triste, pero posible.