Llamo casualidad a lo que en filosofía técnica llaman contingencia: aquello que no es necesario, aquello que ocurrió pero bien podría no hacerlo. Azar, suerte, potra o infortunio. Casualidad es lo contrario a lo determinado, llámenlo destino estoico, la necesidad científica, la razón metafísica.
Se decía habitualmente en el mundo de la filosofía tradicional, que todo giraba en torno a una pregunta básica: por qué existen las cosas y no la nada. Esa pregunta pasaba una y otra vez delante de nosotros en las aulas universitarias y sin embargo, nadie nos explicó realmente su trascendencia, o nosotros no teníamos una formación adecuada para comprenderla. Quizás la adolescencia universitaria no sea el mejor momento para plantear la cuestión. Quizás sea una pregunta para viejos.
Se decía habitualmente en el mundo de la filosofía tradicional, que todo giraba en torno a una pregunta básica: por qué existen las cosas y no la nada. Esa pregunta pasaba una y otra vez delante de nosotros en las aulas universitarias y sin embargo, nadie nos explicó realmente su trascendencia, o nosotros no teníamos una formación adecuada para comprenderla. Quizás la adolescencia universitaria no sea el mejor momento para plantear la cuestión. Quizás sea una pregunta para viejos.
La metafísica tradicional buscó siempre una explicación racional a esta pregunta: las cosas existen por algo y para algo, si vale aquí el guiño aristotélico. Las ciencias desmontan toda justificación metafísica: existe el hombre por casualidad, como podía no haber existido. Con una composición genética y cultural azarosa. Moreno y listo o torpe por azar. Occidentales por casualidad. Clase media por casualidad. Cristianos o ateos por casualidad. Con razón Rorty pone a Nietzsche, Wittgenstein, Freud y Dewey entre los maestros de la contingencia. Y por esto Monod sostenía que detrás del azar solo queda el absurdo de la existencia.
Pero la casualidad pone nervioso a todo el mundo. No satisface al científico, más contento con el mecanicismo. Tampoco al filósofo, a la espera de una razón suficiente explicativa del mundo. Y mucho menos al religioso. Incluso los emperadores romanos, señores del orbe que no tenían más juez que su propia conciencia, esperaban siempre un rayo o un águila que solo ellos eran capaces de ver para anunciar a la gente que los dioses estaban de acuerdo con sus decisiones. tal vez este deseo de encontrar un sendero en el bosque sea lo que mueva muchas voluntades humanas. Quién sabe.
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