La casualidad no gusta a los científicos ni a los filósofos. Cuando Monod propuso que la tierra no estaba preñada de vida, a más de un biólogo se le ocurrió que esa no era una buena solución. El francés además lo disfrazó de absurdo. Si la vida en la tierra ha sido una cuestión de buena suerte, no podemos buscar ninguna coartada explicativa para el hombre. Somos mera materia, somos puro azar. Olvidémonos de un dios creador, de un destino manifiesto, de una superioridad genuina. Nuestro único reto es superar el absurdo: el absurdo que supone sabernos partícipes de una evolución de la materia en la que solo somos un casual eslabón más, y en la que no hay explicación más allá de eso.
Sin embargo, hoy en día pocos científicos y filósofos tienden a dar la razón a Monod, al menos en el ámbito del azar. De Duve es claro: la vida (y la vida inteligente también) estaba condenada a aparecer en el universo dadas las características de la materia. El azar no es parte esencial de la explicación de la vida: tan solo deja abierta una fecha y un lugar que tarde o temprano tiene que ocurrir. A esto es lo que muchos pensadores y científicos acabaron denominando el principio antrópico. Los teólogos contemporáneos se arriman a esta tesis con entusiasmo como forma manifiesta de hermanar de una vez por todas evolución y religión. Dios ha dispuesto desde un principio unas reglas, unas condiciones que permitirán a la materia evolucionar por su cuenta, esta vez, sometidas al azar. Y aquí uno no deja de acordarse de las homeomerías de Anaxágoras, esas "semillas" depositadas por una inteligencia ordenadora que tarde o temprano irían a dar sus frutos en la naturaleza.
Hasta aquí, biólogos y teólogos parecen ir juntos de la mano. Pero no hay que olvidar que el hecho de defender el principio antrópico da una trascendencia al origen, pero no significa que se pueda proyectar en el futuro. C. De Duve es aquí muy claro: aún aceptando este principio, seguimos igual de solos en la naturaleza. Las evidencias de la evolución, la explicación más fácil, es seguir considerando al hombre como un mero paso más en una carrera evolutiva hacia la complejidad. Tal vez incluso pueda tratarse de un error. El principio antrópico se volvería completamente inútil para dar cierta explicación trascendente a nuestra vida. En definitiva, el principio antrópico es útil como una posible bisagra en las complicadas relaciones entre ciencia y religión, pero no es el argumento definitivo.
Surcos en la arena: efectos azarosos del viento o producto del arado del hombre. Algo así es la problemática con la madre naturaleza.
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