Ya era raro que en nuestra región no apareciera un candidato a albergar en su seno el cementerio nuclear, y no resulta extraño que sea Albalá, un pequeño pueblo de tradición minera del uranio, el que lo haya solicitado. La reconversión después del cierre de las explotaciones mineras en los años setenta fue tan dolorosa que condenó al pueblo -según me contó hace tiempo algún vecino en Alcuescar- a la parálisis económica y su paulatino despoblamiento. La polémica está servida, no solo en Albalá, sino en todos los municipios que se han sumado a la puja por el cementerio nuclear y la suma de dinero que trae el mismo.
La discusión parece encenderse entre los “ecologistas” -negadores del proyecto- y los “vendidos” -defensores de la inyección económica-. Pero de esta oposición podría aparecer un primer malentendido. Es en estas decisiones donde se pone de manifiesto el grado de compromiso ecológico en nuestra sociedad. Como subrayaba James Lovelock, polémico autor de la teoría de Gaia y ahora defensor de la energía nuclear, los problemas ecológicos actuales no se pueden solucionar sin costes incluso medioambientales, y la energía del uranio pasa por ser una solución no deseada de la catástrofe del cambio climático, un mal menor en comparación con la hecatombe del clima. En definitiva, nuestra sociedad no puede sobrevivir sin asumir riesgos locales para evitar desastres globales. La solución para una sociedad tecnificada y compleja como la nuestra no está en una vuelta al pasado, sino en la convivencia con dichos riesgos y el reto de afrontarlos.
Y sin embargo, nos hemos acostumbrado al ecologismo local, de “mantener limpio el patio de mi casa”, con el agravante además de que esto significa “tener sucio el del vecino”. Los problemas de este ecologismo local se miden en dilemas entre países soberanos, autonomías y regiones y municipios, que luchan por mantener precisamente su patio limpio a expensas del vecino. Hemos renunciado al ecologismo global de mayores miras, en el que naturalmente hay costes sociales y ecológicos.
Renunciar al “ecologismo del patio” no significa cruzarse de brazos. Naturalmente, el coste del impacto ecológico y social debe ser el más pequeño posible, y en eso la decisión del estado es crucial. Es una cuestión de cálculo de costes y beneficios se describe la siguiente baremación, por prioridad:
a) Lugares seguros a nivel geológico.
b) Lugares poco poblados.
c) Lugares con menor valor ecológico ( el estado ha contemplado el respeto a parques naturales, zepa y otras áreas protegidas).
d) Lugares no colindantes con las fronteras de otro país.
e) Lugares donde se haya decidido libremente la opción por este tipo de plantas.
f) Lugares donde sea necesaria una mayor reactivación económica.
Hay muchos lugares que cumplen con tales requisitos. Como se ve en esta observación tan puramente utilitarista, el principio de libertad queda en un lugar muy lejano. Es siempre deseable en una cuestión como esta que la imposición de estas medidas sea lo menos coercitiva posible, y que tenga contrapartidas económicas y sociales lo suficientemente amplias, pero no deberíamos olvidar que es un principio de deber el aceptar el emplazamiento de estos lugares si se nos dieran razones técnicas de peso para su ubicación en un sitio y no en otro.
De la aplicación de esta libertad partiría un segundo malentendido. ¿Hasta qué punto los representantes locales pueden defender o rechazar este proyecto? ¿Qué consenso debería obtenerse aquí? La respuesta, en otro post.
La discusión parece encenderse entre los “ecologistas” -negadores del proyecto- y los “vendidos” -defensores de la inyección económica-. Pero de esta oposición podría aparecer un primer malentendido. Es en estas decisiones donde se pone de manifiesto el grado de compromiso ecológico en nuestra sociedad. Como subrayaba James Lovelock, polémico autor de la teoría de Gaia y ahora defensor de la energía nuclear, los problemas ecológicos actuales no se pueden solucionar sin costes incluso medioambientales, y la energía del uranio pasa por ser una solución no deseada de la catástrofe del cambio climático, un mal menor en comparación con la hecatombe del clima. En definitiva, nuestra sociedad no puede sobrevivir sin asumir riesgos locales para evitar desastres globales. La solución para una sociedad tecnificada y compleja como la nuestra no está en una vuelta al pasado, sino en la convivencia con dichos riesgos y el reto de afrontarlos.
Y sin embargo, nos hemos acostumbrado al ecologismo local, de “mantener limpio el patio de mi casa”, con el agravante además de que esto significa “tener sucio el del vecino”. Los problemas de este ecologismo local se miden en dilemas entre países soberanos, autonomías y regiones y municipios, que luchan por mantener precisamente su patio limpio a expensas del vecino. Hemos renunciado al ecologismo global de mayores miras, en el que naturalmente hay costes sociales y ecológicos.
Renunciar al “ecologismo del patio” no significa cruzarse de brazos. Naturalmente, el coste del impacto ecológico y social debe ser el más pequeño posible, y en eso la decisión del estado es crucial. Es una cuestión de cálculo de costes y beneficios se describe la siguiente baremación, por prioridad:
a) Lugares seguros a nivel geológico.
b) Lugares poco poblados.
c) Lugares con menor valor ecológico ( el estado ha contemplado el respeto a parques naturales, zepa y otras áreas protegidas).
d) Lugares no colindantes con las fronteras de otro país.
e) Lugares donde se haya decidido libremente la opción por este tipo de plantas.
f) Lugares donde sea necesaria una mayor reactivación económica.
Hay muchos lugares que cumplen con tales requisitos. Como se ve en esta observación tan puramente utilitarista, el principio de libertad queda en un lugar muy lejano. Es siempre deseable en una cuestión como esta que la imposición de estas medidas sea lo menos coercitiva posible, y que tenga contrapartidas económicas y sociales lo suficientemente amplias, pero no deberíamos olvidar que es un principio de deber el aceptar el emplazamiento de estos lugares si se nos dieran razones técnicas de peso para su ubicación en un sitio y no en otro.
De la aplicación de esta libertad partiría un segundo malentendido. ¿Hasta qué punto los representantes locales pueden defender o rechazar este proyecto? ¿Qué consenso debería obtenerse aquí? La respuesta, en otro post.