Cuando la autenticidad de uno mismo se viste de intransigencia hacia los demás, la verdad se vuelve una luz cegadora.

viernes, 26 de marzo de 2021

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     Una sombra espectral recorre las aulas de nuestro país: la sombra de una nueva ley educativa. Y cuando esto sucede, muchos profesores y docentes se echan a temblar ante la última ocurrencia del pedagogo en el poder, marioneta inevitable de la ideología educativa dominante de turno. La última manifestación espectral ha retumbado en los medios con un abierto alegato contra la memoria en las aulas. Y cuando los educadores hablan de menos memoria para las aulas, levantan en mí sentimientos enfrentados.
    La todavía ley vigente era un auténtico despropósito de contenidos inalcanzables para muchos de los adolescentes erráticos y dispersos de nuestro tiempo. El que creó el currículo pensó que solo con escribir un contenido en la ley, bastaba para que este se trasladara automáticamente a la mente del adolescente y a su respectivo hipocampo donde se alberga buena parte de la memoria a largo plazo. Los contenidos de lengua, por poner un ejemplo, parecían especializar a los niños en filólogos avanzados con todo tipo de recursos morfológicos y sintácticos sin saber escribir la o como un canuto. Una asignatura de filosofía, por poner otro, albergaba más contenidos en ella que los cuatro años de carrrera juntos, cuando en un primer año apenas puedes entender más allá de lo que Platón dijo para cada una de las ramas de la filosofía. Una irrealidad absolutamente irresponsable, en definitiva, y que fomentó la hostilidad en muchos docentes contra esa tiranía de contenidos y estándares de aprendizaje, completamente imposibles de cumplir. Hasta ahí, parece que muchos estamos de acuerdo con el viraje educativo. Además desde mi experiencia, llevaba años luchando contra la memoria y la repetición justificadas desde ellas mismas. Siempre busqué un aprendizaje significativo, emocional, dialéctico en el sentido socrático de la palabra, que por supuesto, superaba la mera repetición de un contenido en un examen. Pero fue precisamente en esa propia experiencia donde reencontré la memoria y lo que podríamos llamar la vieja escuela.
     Después de ese tiempo, ahora veo esta oposición memoria vs. aprendizaje activo como un enfrentamiento inútil y superfluo. Con el tiempo fui persuadiéndome que los aprendizajes más activos son también los más dispersos, y que aquellos que son emocionantes no dejan muchas veces más recuerdo que el haber pasado un buen rato, pero con pocos contenidos por ellos mismos. Necesitaba la memoria y con ella la práctica y la repetición de destrezas y contenidos como un contrapeso que estructurase aquellas experiencias en un relato educativo que les diese sentido, y reconozco que no siempre es fácil conseguirlo. En definitiva, volcar el péndulo educativo en sentido inverso tampoco es, ni mucho menos, la solución a nuestros problemas.
      En primer lugar, la memoria es una herramienta más de nuestro cerebro. El ejercicio de la memoria resulta imprescindible para hacer una buena exposición en público, responder con rapidez y de forma adecuada a una crítica, tener vocabulario para escribir con soltura o formar parte de una obra de teatro escolar. En segundo lugar, sin el ejercicio de la memoria no se puede poseer una mínima base estructural sobre la que sustentar un juicio bien formado: solo queda ruido y palabras huecas, opiniones subjetivas y prejuicios individuales avalados por una búsqueda en Google que acaba siendo errada y afianzando sesgos de confirmación. Y la repetición y la imitación (llámenme conductista) son necesarias para determinadas destrezas básicas, especialmente en la lectura comprensiva y la escritura avanzada. Ya lo veían Casiodoro y Boecio: cuando la cultura común desaparece por vacío de poder (como fue la caída de Roma) o por exceso de información (como es hoy el universo Google), hay que empezar por enseñar a escribir y leer. Y eso solo se aprende practicando.      
     En definitiva, para una buena paideia hace falta emoción y dialéctica, claro que sí. Pero una paideia no existe si no tiene una mínima memoria y una repetición constructiva. Y sin paideia, al estilo griego, no hay transmisión crítica y fundamentada de una cultura. Hace una década perdimos el entorno favorecedor de una cultura compartida y lo reducimos a una pantalla privada. Eso hizo que aquello que aprendían los niños en la escuela no encontrase eco en ninguna parte de su universo virtual y que el refuerzo ambiental acabase desapareciendo excepto en unas pocas familias esforzadas (y por lo general de clase media-alta). La pandemia ha acelerado esa transformación hacia un entorno tecnológico privado en el que la escuela, por más que lo intente, está ausente, por muchos vídeos de Tiktok que el profesor a la última intente subir a la red. Ahora despreciamos la herramienta biológica que permitía mantener esa cultura pública dentro de su entorno irreductible que era el centro educativo (porque la escuela sigue siendo el principal centro de ocupación de los niños), dejándola en la irrelevancia. Las consecuencias de este rechazo están por verse, pero pueden ser la puntilla a esa educación común, mínimamente exigente y rigurosa.
   Espero que la última generación de pedagogos no se pase ahora de frenada y que el viraje no degenere en una nueva locura educativa. Si no es así, tal vez nos convierta en unos desmemoriados que no saben ni el milenio en el que viven, porque el presente será eterno y la estupidez absoluta.

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