De los personajes de Edén, Lamec debe ostentar indiscutiblemente un puesto especial entre aquellos que hicieron caer la edad dorada de los primeros humanos. En realidad no fueron ni Adán ni Eva, ni Caín, los culpables de la caída del hombre de su paraíso. Los dos primeros no atentaron contra el hombre, sino contra Dios; y tan solo ocurrió que el reflejo divino desapareció del mundo terrenal: abandonó el espíritu del hombre y dejó el Edén a la merced de la naturaleza inhóspita. De Caín, podemos decir que fue el crimen no deseado de un niño, y con la firme sospecha de la mano de Dios por detrás, provocando recelos entre los hermanos. Sin embargo, fue Lamec, descendiente de Caín, el que sepultó definitivamente a su estirpe bajo esa senda terrible y condenada en la historia.
Caín pecó quizás por ignorancia, pero Lamec conocía perfectamente sus acciones. Lamec era reincidente, plenamente consciente de sus actos, y eso acentúa su culpa. En Lamec vemos el reverso desatado de la venganza: una herida inflingida por un enemigo se paga con la muerte del adversario. Caín mató una vez, Lamech matará dos. Por ello, Lamec será condenado siete veces más que Caín, pero no porque lo diga Dios, sino porque se condena él mismo. Tal es su osadía: es ejecutor y juez de sí mismo al mismo tiempo. Inútilmente algunos mitos quisieron enmendar la historia de tan perverso personaje, haciéndole ignorante de sus actos; las palabras de la Biblia lo consagrarían como el ser antediluviano más maligno, precisamente porque la espiral de la venganza siempre clama más sangre. Peor aún: Lamec quiso ser Dios, pues solo el Dios del Antiguo Testamento decide el peso de la justicia y puede llamar a la venganza si así lo desea. Los hombres deben someterse a la ley del talión si desean sobrevivir. Resulta curioso que de toda la tradición literaria sobre el Génesis, solo Thomas Mann haya hablado más largamente de este minúsculo episodio y haya incidido en las propias palabras de Lamec.
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